sábado, 28 de mayo de 2011

ADORNO: FRAGMENTO DE LA ACTUALIDAD DE LA FILOSOFÍA



Aclaraciones a los comentarios a Freud mediante un fragmento de Theodor Adorno, procedente de La actualidad de la filosofía (1931):


«Ahora bien, aun así hay que decir que la tesis de la solubilidad por principio de todos los planteamientos filosóficos en los propios de las ciencias particulares tampoco está hoy a salvo de cualquier duda, y sobre todo, que esa tesis no está en absoluto tan libre de suposiciones filosóficas como se concede a sí misma. Quisiera recordar exclusivamente dos problemas que no es posible dominar basándose en ella: por una parte, el problema del sentido de lo «dado», categoría fundamental de todo empirismo en la que sigue planteándose una y otra vez la cuestión del correspondiente sujeto, y que sólo se puede contestar historicofilosóficamente (geschichtsphilosophisch): pues el sujeto de lo dado no es algún sujeto trascendental, ahistóricamente idéntico, sino que toma una figura cambiante e históricamente comprensible. En el marco del empiriocriticismo, incluido el más moderno, esa cuestión no se ha planteado, sino que se ha aceptado con ingenuidad el punto de partida kantiano. El otro problema es muy corriente en ese marco, pero sólo se ha resuelto de manera arbitraria y sin ningún rigor: el de la conciencia ajena, el del yo ajeno, que para el empiriocriticismo sólo puede hacerse accesible por analogía, sólo reconstruirse después tomando como base la experiencia propia; puesto que el método empiriocriticista, sin embargo, ya presupone necesariamente una conciencia ajena en el lenguaje del que dispone y en su postulado de verificabilidad. Simplemente con estas dos cuestiones, la escuela de Viena ya se inserta precisamente en esa continuidad filosófica que quisiera mantener apartada de sí. No obstante, esto nada dice en contra de la extraordinaria importancia de esa escuela. Veo su relevancia menos en que hubiera logrado en la práctica el proyectado traslado de la filosofía a la ciencia que en el hecho de que, gracias a la precisión con que formula todo aquello que en la filosofía es ciencia, realce los contornos de cuanto en la filosofía está sometido a instancias diversas de la lógica y las ciencias particulares. La filosofía no se transformará en ciencia, pero bajo la presión de los ataques empiristas desterrará todas las cuestiones que, por específicamente científicas, resultan adecuadas para las ciencias particulares y enturbian los planteamientos filosóficos. No entiendo ese proceso como que la filosofía tuviera que desechar otra vez, o al menos aflojar, ese contacto con las ciencias particulares que finalmente ha vuelto a conseguir, y que hay que contar entre los resultados más afortunados de la más reciente historia de la filosofía. Al contrario. Plenitud material y concreción de los problemas es algo que la filosofía sólo podría tomar del estado contemporáneo de las ciencias particulares. Tampoco se podría permitir elevarse por encima de las ciencias particulares tomando sus «resultados» como algo acabado y meditando sobre ellos a una distancia prudencial, sino que los problemas filosóficos se encuentran en todo momento, y en cierto sentido indisolublemente, encerrados en las cuestiones más definidas de las ciencias particulares. La filosofía no se distingue de la ciencia, como afirma todavía hoy una opinión trivial, en virtud de un mayor grado de generalidad, ni por lo abstracto de sus categorías ni por lo acabado del material. La diferencia, mucho más honda, radica en que las ciencias particulares aceptan sus hallazgos, en todo caso sus hallazgos últimos y más fundamentales, como algo ulteriormente insoluble que descansa sobre sí mismo, en tanto la filosofía concibe ya el primer hallazgo con el que se tropieza como un signo que está obligada a descifrar. Dicho de una forma más llana: el ideal de la ciencia es la investigación, el de la filosofía, la interpretación. Con lo que persiste la gran paradoja, quizás perpetua, de que la filosofía ha de proceder a interpretar una y otra vez, y siempre con la pretensión de la verdad, sin poseer nunca una clave cierta de interpretación: la paradoja de que en las figuras enigmáticas de lo existente y sus asombrosos entrelazamientos no le sean dadas más que fugaces indicaciones que se esfuman. La historia de la filosofía no es otra cosa que la historia de tales entrelazamientos; por eso le son dados tan pocos «resultados»; por eso constantemente ha de comenzar de nuevo; por eso no puede aun así prescindir ni del más mínimo hilo que el tiempo pasado haya devanado, y que quizás complete la trama que podría transformar las cifras en un texto. Según esto, la idea de interpretación no coincide en absoluto con un problema del «sentido» con el que se la confunde la mayoría de las veces. Por una parte, no es tarea de la filosofía exponer ni justificar un tal sentido como algo positivamente dado ni la realidad como «llena de sentido».
La ruptura en el Ser mismo prohíbe toda justificación semejante de lo existente; ya pueden nuestras imágenes perceptivas ser figuras, que el mundo en que vivimos y que está constituido de otro modo no lo es; el texto que la filosofía ha de leer es incompleto, contradictorio y fragmentario, y buena parte de él bien pudiera estar a merced de ciegos demonios; sí, quizás nuestra tarea es precisamente la lectura, para que precisamente leyendo aprendamos a conocer mejor y a desterrar esos poderes demoníacos. Por otra parte, la idea de interpretación no exige la aceptación de un segundo mundo, un trasmundo que se haría accesible mediante el análisis del que aparece. El dualismo de lo inteligible y lo empírico tal como lo estableció Kant y como, según la perspectiva postkantiana, lo habría afirmado ya Platón, cuyo cielo de las ideas con todo aún permanece en el mismo sitio y abierto al pensamiento —ese dualismo hay que incluirlo en la cuenta del ideal de investigación antes que en la del ideal de interpretación, un ideal de investigación que espera reducir la pregunta a elementos dados y conocidos, y en donde nada sería más necesario que la sola respuesta—. Quien al interpretar busca tras el mundo de los fenómenos un mundo en sí que le subyace y sustenta, se comporta como alguien que quisiera buscar en el enigma la copia de un ser que se encontraría tras él, que el enigma reflejaría y en el que se sustentaría, mientras que la función del solucionar enigmas es iluminar como un relámpago la figura del enigma y hacerla emerger, no empeñarse en escarbar hacia el fondo y acabar por alisarla. La auténtica interpretación filosófica no acierta a dar con un sentido que se encontraría ya listo y persistiría tras la pregunta, sino que la ilumina repentina e instantáneamente, y al mismo tiempo la hace consumirse. Y así como las soluciones de enigmas toman forma poniendo los elementos singulares y dispersos de la cuestión en diferentes órdenes, hasta que cuajen en una figura de la que salta la solución mientras se esfuma la pregunta, la filosofía ha de disponer sus elementos, los que recibe de las ciencias, en constelaciones cambiantes o, por decirlo con una expresión menos astrológica y científicamente más actual, en diferentes ordenaciones tentativas, hasta que encajen en una figura legible como respuesta mientras la pregunta se esfuma. No es tarea de la filosofía investigar intenciones ocultas y preexistentes de la realidad, sino interpretar una realidad carente de intenciones mediante la construcción de figuras, de imágenes a partir de los elementos aislados de la realidad, en virtud de las cuales alza los perfiles de cuestiones que es tarea de la ciencia pensar exhaustivamente (véase Walter Benjamín, Ursprung des deutschen Trauerspiels, Berlín 1928, pág. 9-44, en particular págs. 21 y 33); una tarea a la que la filosofía sigue estando vinculada, porque su chispa luminosa no sabría inflamarse en otra parte que no fuera contra esas duras cuestiones. Aquí se podría buscar la afinidad, en apariencia tan asombrosa y chocante, que existe entre la filosofía interpretativa y ese tipo de pensamiento que prohíbe con el máximo rigor la idea de lo intencional, de lo significativo de la realidad: el materialismo. Interpretación de lo que carece de intención mediante composición de los elementos aislados por análisis, e iluminación de lo real mediante esa interpretación: tal es el programa de todo auténtico conocimiento materialista; un programa al que tanto más se adecuará la manera materialista de proceder cuanto más alejado permanezca del correspondiente «sentido» de sus objetos y menos se remita a algún sentido implícito, pongamos por ejemplo religioso. Pues hace mucho que la interpretación se ha separado de toda pregunta por el sentido, o lo que quiere decir lo mismo, los símbolos de la filosofía se han derrumbado. Si la filosofía ha de aprender a renunciar a la cuestión de la totalidad, esto significa de antemano que tiene que aprender a apañárselas sin la función simbólica en la que hasta ahora, al menos en el idealismo, lo particular parecía representar a lo general; y sacrificar los grandes problemas de cuya grandeza pretendía antes salir fiadora la totalidad, mientras que hoy la interpretación se escapa entre las anchas mandíbulas de los grandes problemas. Si la interpretación sólo llega a darse verdaderamente por composición de elementos mínimos, entonces ya no tiene parte alguna que tomar en los grandes problemas en sentido heredado, o sólo de manera tal que haga cristalizar en un hallazgo concreto la cuestión total que antes ese hallazgo parecía representar en forma simbólica. La desconstrucción en pequeños elementos carentes de toda intención se cuenta según esto entre los presupuestos fundamentales de la interpretación filosófica; el viraje hacia la «escoria del mundo de los fenómenos» que proclamara Freud tiene validez más allá del ámbito del psicoanálisis, así como el giro de la filosofía social más avanzada hacia la economía proviene no sólo del predominio empírico de ésta, sino asimismo de la exigencia inmanente de interpretación filosófica».

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