miércoles, 8 de julio de 2009

A PROPÓSITO DE M. FOUCAULT: NOTAS PARA UNA POSIBLE HISTORIA DE LA ARQUITECTURA

¿Cuál es la idiosincrasia de los filósofos, preguntáis?... Su

falta de sentido histórico, por ejemplo, su odio hacia

cualquier representación del devenir, su "egiptismo". Creen

hacerle un favor a algo cuando lo sacan de la historia,

sub specie aeterni, cuando hacen de ese algo una momia.

Friedrich Nietzsche. El ocaso de los ídolos.


Ts'ui Pên diría una vez: Me retiro a escribir un libro. Y otra: Me

retiro a construir un laberinto. Todos imaginaron dos obras;

nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto.

Jorge Luis Borges. El jardín de senderos que se bifurcan[1].

LA ESPACIALIDAD DEL SABER

Según Michel Foucault, su libro Las palabras y las cosas (Una arqueología de las ciencias humanas) nació de un texto de Borges[2]. Siguiendo el juego, el gusto de Borges por las duplicaciones y las simetrías invita a que estas notas comiencen con la referencia a otra de sus ficciones, que comienza así: «El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono, se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente. La distribución de las galerías es invariable. Veinte anaqueles, a cinco largos anaqueles por lado, cubren todos los lados menos dos; su altura, que es la de los pisos, excede apenas la de un bibliotecario normal»[3]. Poco después Borges nos coloca ante la tragedia de la finitud humana, enfrentada a la tarea eterna de la interpretación: «La Biblioteca es una esfera cuyo centro cabal es cualquier hexágono, cuya circunferencia es inaccesible [...] El hombre, el imperfecto bibliotecario, puede ser obra del azar o de los demiurgos malévolos; el universo, con su elegante dotación de anaqueles, de tomos enigmáticos, de infatigables escaleras para el viajero y de letrinas para el bibliotecario sentado, sólo puede ser obra de un dios». Por ello, la biblioteca borgiana se puede considerar una imagen adecuada para describir la visión focaultiana del pensamiento moderno, caracterizado por un espesor abierto, por una profunda espacialidad que permite pensar siempre el tiempo.

Como un bibliotecario de Babel, perplejo ante lo inabarcable, no puedo más que lanzar hipótesis de trabajo quizá nunca comprobables, pero capaces de justificar un esfuerzo por una «elegante esperanza»: la capacidad de la arquitectura de ser imagen de la episteme de una playa cultural forma parte de su ser más íntimo. Si esto fuese así, se podría intentar una historia de la arquitectura distinta de una tradicional historia de las poéticas y de los estilos, que, en paralelo a la "arqueología" de las ciencias humanas desarrollada por Foucault, tratase de enraizar las teorías y prácticas arquitectónicas concretas en las condiciones de posibilidad que las justifican, en el campo epistemológico que constituye su suelo fundamental, y, al mismo tiempo -confiando ingenuamente en la posibilidad de la arquitectura de ser al mismo tiempo palabra y cosa[4]-, tratase de hacer visible mediante formas de este mundo lo que hasta ahora sólo ha podido ser dicho.

Si queremos construir esta historia de la arquitectura tendremos que comenzar por destejer el pequeño enredo de la palabra que la nombra, por lo que antes de probar con la "arqueología" foucaultiana podría ser interesante ensayar un análisis arqueológico convencional, es decir, etimológico, de la palabra 'arquitectura'. Cada palabra es un pequeño laberinto formado capa a capa, que debemos recorrer hasta su inicio para poder oír lo que calla: salir del él depende de la memoria y le está dado sólo a quien re-cuerda -retorna por la cuerda-, a quien es capaz de seguir el hilo hasta el origen donde fue atado, hasta el umbral donde Ariadna nos espera[5].

Dos líneas semánticas se anudan para construir la palabra 'arquitectura', que nos llega casi inalterada desde el término griego αρχιτεκτωνια [architectonía][6].

Uno de estos hilos de significado es lo tectónico (τεκτωνικός [tektonikos]), que para nosotros nombra la estructura (structūra) y su puesta en práctica, la construcción (con-structūra). Pero traducir de esta forma, haciendo desaparecer la raíz tec-, oculta más de lo que muestra y nos conduce por caminos que nos alejan de lo que buscamos. El étimo τεκ [tek], que se puede rastrear hasta la raíz indoeuropea √*tak-, sin embargo, se mantiene en los términos latinos casi idénticos tēgēre (cubrir, proteger) y texēre (tejer), así como en técnica (τέκνη [tekne]). Desde aquí se puede ver que palabras como techar o tejar (tēgēre), teja (tegūla) o techo (tēctum), comparten origen con tejer (texēre), tejido, textil, textura.

Si las palabras realmente son capaces de guardar algún recuerdo del momento de su génesis, este parentesco entre el tejar y el tejer, entre el tejado y el tejido, parece remitir al nacimiento de la técnica en un contexto en que la necesidad de protección, ya sea en forma de un techo o de un vestido, encuentra un modo de producir basado en el gesto de unir y organizar, de entrelazar los elementos presentes en la naturaleza, más o menos lineales, para formar superficies que cubren un espacio[7]. La técnica es pues, en principio, un organizar, un introducir orden, es decir, una táctica (palabra derivada de τάσσειν [tassein], poner en orden). La primera manera de crear el mundo es urdir, tramar, juntar, tejer. Lo importante de la técnica no es la manipulación, el momento de forzar la materia, sino el pensamiento que la ordena y la lógica que la informa. Para los griegos resultaba evidente algo que nosotros hemos perdido: τέκνη [tekne] es un saber y no un hacer.

El otro hilo semántico que teje la palabra 'arquitectura' es archi-, que en una primera lectura significa ser el primero (άρχειν [archein]). En este sentido, si tenemos en cuenta que τέκτων [tekton] se refiere al obrero especializado, el arquitecto no sería más que el primero, quizá incluso el superior, de entre los artesanos; algo así como un jefe de obra o un constructor excelente. Pero άρχή [arché] es mucho más que preeminencia o superioridad; es el concepto clave que guía el nacimiento de la filosofía, en la Jonia del siglo VI a.C. Arché es aquello de que algo proviene, principio, fuente del ser, comienzo, lo que la Naturaleza produce de suyo[8]; materia primordial que, ya presente en el inicio del tiempo, permanece a través del cambio. El hecho de que los griegos utilizaran un término distinto de la palabra arquitectura para referirse al mero edificar, como es οίκοδομία [oikodomía] -que literalmente significa construir casas-, nos lleva a pensar que esta línea, en la cual arqui- remite al origen todavía indeterminado del mundo, enlazando con palabras como arcaico o arquetipo, se acerca más a lo que esta raíz pudiese simbolizar en el momento de su fusión con la raíz tec-.

Si esto fuese así, la palabra arquitectura ya no pretendería nombrar sólo la primera de entre las técnicas, entendiendo esta primacía tanto en sentido temporal (la que está desde el comienzo) como en sentido jerárquico (la que se responsabiliza de coordinar las demás técnicas), sino que pasaría a entenderse como un primer movimiento, un crear el mundo (κόσμος [kosmos]) previo a cualquier otro crear, introduciendo orden en el caos (χάος [chaos]) original. Desde este punto de vista, que entiende la arquitectura como arché-textura y la interpreta como el resultado de tejer lo primordial, la arquitectura es demiúrgica, constructora del mundo. El devenir posterior de la palabra, que deriva primero en construcción del los edificios principales, destinados al culto al orden del mundo, para acabar designando cualquier construir, supone la ocultación de su significación original debajo de sucesivos estratos semánticos. Pero estas superposiciones no nos deberían impedir ser conscientes de la persistencia de la voluntad de ordenar para crear el mundo que subyace: sólo porque el texto y la técnica son en esencia manifestaciones de la misma lógica primera, sobre el mismo papel y con la misma mano que puedo idear una arquitectura, puedo construir un texto que explique esta posibilidad.

Entonces, si llamamos arquitectura al modo humano de introducir orden en el mundo para construirlo y, con Foucault, episteme a las modalidades del orden con que cada cultura corta el mundo para interpretarlo, la sospecha de que hay una relación íntima entre ambas (la arqui-tectura y su arqueo-logía no serían más que dos momentos opuestos, tejer y destejer, de un movimiento de ida y vuelta de lo construido al lenguaje, del techo al texto), de que la arquitectura es un lugar privilegiado donde se manifiesta «según cuál espacio de orden se ha constituido el saber»[9], estaría justificada y sería posible intentar una historia de la arquitectura como un pensar[10] -liberado definitivamente de su sujeción trascendental- capaz de hacer visible, además de decible, la práctica de lo Mismo a través del tiempo. En este sentido, se trataría de mirar la arquitectura, en cada época según su a priori histórico[11], como la materialización de la reja de una mirada.

Ahora bien, de momento no me es posible cerrar un discurso coherente sobre este tema, y aún apenas alcanzo a esbozar preguntas que inevitablemente habrán de quedar abiertas, y no sólo por una «renuncia a la comodidad de las verdades terminales». Es por ello que estas Notas para una posible historia de la arquitectura han de adoptar la forma desordenada de preguntas-aforismo, de primeras e ingenuas intuiciones al hilo de los textos focaultianos que las inspiran. Las respuestas no podrán llegar antes que el trabajo gris que las ha de preceder y que estas Notas sólo pueden anunciar.

EL ESPACIO DE LO MISMO

La investigación arqueológica dirigida al espacio general del saber, desarrollada por Foucault en Las palabras y las cosas, detecta dos grandes discontinuidades[12] en la episteme de la cultura occidental, de tal modo que la teoría de la semejanza dominante en el Renacimiento es sustituida, a mediados del siglo XVII, por la teoría de la representación, que guía la época clásica hasta que, a principios del siglo XIX, la historicidad se convierte en el campo epistemológico de nuestra modernidad. Nuestra historia de la arquitectura debería comenzar por investigar si estos umbrales de positividad se ajustan a la teoría y a la práctica arquitectónicas, y, si es así, con qué «índice de viscosidad histórica», inevitablemente asociado a toda praxis ligada a un conjunto institucional[13], se produce este ajuste (esta investigación no debería cerrar a priori la posibilidad de que la arquitectura se adelante a los acontecimientos epistemológicos y, en cierto modo, los prepare).

Para Foucault, el saber del Renacimiento se caracterizaba por la semejanza[14], según la cual el mundo se enrollaba sobre sí mismo en el círculo cerrado de un sistema de duplicaciones. Entre las figuras que articulan la semejanza se encuentra la analogía, caracterizada como un «espacio surcado en todas direcciones»[15] en el que existe un foco y una relación: la proporción. Para este saber, arenoso como una suma infinita, resulta fundamental la categoría de microcosmos, que pone límites a la cadena de similitudes al encerrar la Naturaleza en la distancia finita entre el microcosmos y el macrocosmos: «en una episteme en la que signos y similitudes se enroscan recíprocamente en una voluta que carece de fin, era necesario que se pensara en la relación entre microcosmos y macrocosmos como garantía de este saber y término de su efusión»[16].

Si los "límites del mundo" son el horizonte del saber renacentista -su a priori histórico, lo que hace posible su conocimiento-, la cúpula es su espacio: el acontecimiento que inaugura la arquitectura renacentista es la victoria de Brunelleschi en el concurso de 1418 para la cubrir el crucero de Santa Maria de las Flores y la construcción, entre 1420 y 1436, de esta réplica -representación como repetición- de la bóveda celeste. En paralelo, se desarrollan a la vez el debate que guía la teoría del espacio arquitectónico en el siglo XV y principios del siglo XVI, que gira en torno la planta central -en relación de analogía, y no de significación, con el cosmos, la planta central es el lugar donde coinciden lo legible y lo visible-, y la técnica de representación y construcción este espacio de proyección: la perspectiva, donde el sujeto simula ser el punto de vista, el foco en cuanto «punto privilegiado [...] saturado de analogías»[17].

Cabrá prestar especial atención a los discursos teóricos que circulan alrededor de la reforma de San Pedro del Vaticano, centro de los centros, iniciada por Bramante en 1506 con un proyecto de planta central (el fondo de perspectiva de la célebre Escuela de Atenas pintada por Rafael) que culminaría la enorme cúpula de Miguel Ángel. Y, sobre todo, analizar si la inmediatamente posterior transformación hacia una planta en cruz latina (con la consiguiente pérdida de visibilidad de la cúpula), llevada a cabo por Maderno, un arquitecto de segunda fila plegado al poder, y la extensión de la misma en la plaza de Bernini, anuncian ya la discontinuidad buscada, el cambio de episteme desde la semejanza a la representación, desde el espacio de la analogía cerrado sobre sí mismo a un nuevo espacio que quiere gesticular para abrazar (y atrapar) el afuera, donde toda figura puede ser algo distinta de sí misma[18].

Para la época clásica, según Foucault, «es posible definir la episteme clásica, en su disposición más general, por el sistema articulado de una mathesis, de una taxonomía y de un análisis genético. Las ciencias llevan siempre consigo el proyecto, aun cuando sea lejano, de una puesta exhaustiva en orden; señalan siempre también hacia el descubrimiento de los elementos simples y de su composición progresiva; y en su medio, son un cuadro, presentación de los conocimientos en un sistema contemporáneo de sí mismo. El centro del saber, en los siglos XVII y XVIII, es el cuadro. Por lo que se refiere a los grandes debates que han ocupado la opinión, se alojan en forma muy natural en los pliegues de esta organización»[19]. Las palabras y las cosas analiza los ámbitos donde este espacio se ve con más nitidez: hablar, clasificar y cambiar. Nuestra historia de la arquitectura debería investigar si esta configuración aparece también en la arquitectura clásica y cómo emparenta con los ámbitos de estudio que Foucault considera privilegiados. Estas contaminaciones e hibridaciones (desplazamientos es el término focaultiano[20]) tienen una potencia de análisis enorme, y por ello mismo se deberá ser especialmente cuidadoso al moverse por esta «gran red del saber empírico: la de los órdenes no cuantitativos».

La existencia clásica del lenguaje, según Foucault, se diferencia de la renacentista por su transparencia: el lenguaje se ha hecho casi invisible a la representación -no existe, sino que funciona-, y en paralelo el comentario deja su lugar a la crítica. Un fenómeno similar ocurre con el lenguaje arquitectónico de los órdenes: la proliferación de comentarios sobre el "texto primitivo" grecorromano (los tres, cuatro o cinco órdenes clásicos, según autores), que inicia Miguel Ángel y que desemboca en el Manierismo, ya no se reconoce como tal en el Barroco y se silenciará finalmente en el Clasicismo.

Aunque la propia noción de lenguaje arquitectónico es muy problemática, y se debería revisar a la luz de la positividad de cada momento y lugar, la teoría arquitectónica clásica hará intentos, en paralelo a la gramática general y en la línea del análisis genético, por «volver a sacar a la luz el origen del lenguaje [que] es encontrar el momento primitivo en que era pura designación»[21] y también encontrará, a través de algo parecido al lenguaje de acción, el fundamento de su artificio en la naturaleza. En el siglo XVIII escribía Laugier, en su Essai sur l'architecture (1753), a propósito del mito de la cabaña primitiva: «si la arquitectura ha de agradar mediante la imitación, debería imitar a la naturaleza, como hacen otras artes. Veamos, pues, si la primera cabaña que hizo el hombre era un objeto natural; si el cuerpo humano puede servir de modelo a los órdenes; y finalmente, si los órdenes son una imitación de la cabaña y del cuerpo humano»[22].

Respecto del clasificar, lo característico de la época clásica es la aparición de la historia natural como una "purificación" y el «acontecimiento es la súbita decantación, en el dominio de la Historia, de dos órdenes, desde entonces diferentes, de conocimiento [...], lo que nosotros vemos, y lo que los otros han observado o trasmitido [...]. La historia natural encuentra su lugar en esta distancia, ahora abierta, entre las cosas y las palabras»[23]. La nueva mirada es la de la exposición en cuadro de las cosas, y, junto a la voluntad de encontrar un lenguaje neutro, se desarrollará el espacio de la yuxtaposición en tipologías como los jardines botánicos y los zoológicos (y quizá también en los espacios del encierro de los locos y los presos). Nuestra historia de la arquitectura debería trabajar sobre el devenir de estos espacios[24], en relación con la aparición del concepto de planta libre y sus aplicaciones.

En paralelo se producirá una restricción del campo de la experiencia que deriva en la constitución de un nuevo campo de visibilidad que privilegia la vista (en gris), centrado en objetos filtrados como líneas, superficies, formas, relieves. Observar se convierte en ver sistemáticamente pocas cosas, y el objeto pasa a definirse por cuatro variables analizables relacionadas con la extensión: forma, cantidad, distribución espacial y magnitud relativa de los elementos. Esta articulación de lo visible (entre lo que se puede ver y lo que se puede decir) es la estructura[25]. Si bien este concepto es fundamental para cualquier análisis arquitectónico hecho desde hoy, nuestra historia de la arquitectura debería comenzar por comprobar si esta categoría es anacrónica para algunos análisis históricos y si comienza a ser utilizable en la época clásica[26]. Además, este estudio debería distinguir claramente la noción de estructura, como espacio de variables visibles, de la noción de organización, que ya recoge el espesor del cuerpo, pues esta diferencia será clave para entender la discontinuidad entre la arquitectura clásica y la arquitectura moderna (en línea con las oposiciones que Cuvier introducirá en la biología: clasificación / anatomía, estructura / organismo, carácter visible / subordinación interna, cuadro / serie ).

Será interesante relacionar, en este punto de discontinuidad, los modos de conocer las cosas (ciencias) con los modos de hacer las cosas (técnicas-artes), en el complejo nudo de los sistemas de educación, en concreto en la diferenciación entre "ingeniero" y "arquitecto" que comienza a abrirse en Francia a mediados del siglo XVIII. El punto de vista tipológico propuesto por el profesor de la École Polytechnique (fundada por Napoleón) Jean-Nicolas-Louis Durand en su Recueil et paralelle des édifices de tous genres anciens et modernes (1800), así como su concepción de la arquitectura como el arte de componer desarrollada en su Précis des leçons d'architecture donnés a l'École Polytechnique (1802-1805), suponen un énfasis analítico que para autores como Benévolo configura una actitud perfectamente moderna[27]. Nuestra historia de la arquitectura deberá investigar si el modo de hacer de Durand (clasificación que agrupaba a los edificios en tipos por sus grados de semejanza, análisis racional y económico que hacía desaparecer cualidades alegóricas y simbólicas, planteamiento genérico de lo general a lo particular, trabajo sobre papel cuadriculado en retícula cartesiana) anticipa ya la nueva episteme moderna como quieren ver algunos historiadores o si pertenece todavía al espacio en cuadro clásico, pues no incluye la noción de organismo ni de historicidad. La tipología al modo de Durand (definición de la identidad de los edificios en una red de semejanzas y diferencias dentro un campo de visibilidad reducido a la geometría, sin cohesión orgánica) parece más bien remitir a la teoría del carácter[28], pero no se debería anticipar ninguna conclusión.

Para Foucault, «el fin del pensamiento clásico [...] coincidirá con la retirada de la representación o, más bien, con la liberación, por lo que respecta a la representación, del lenguaje, de lo vivo y de la necesidad [...] regida desde el exterior por el enorme empuje de una libertad, de un deseo o de una voluntad que se dan como envés metafísico de la conciencia. Algo así como un querer o una fuerza van a surgir en la experiencia moderna»[29], y Sade, alojado en esta discontinuidad, encarna el equilibrio precario entre el deseo y la representación discursiva. En un lugar parecido, aunque en fecha algo temprana y sólo a modo de anuncio, se encuentran los grabados de las Carceri (1745-1761) de Giovanni Battista Piranesi, de los que el propio autor, a través de su alter ego Didascalo, habla así en su Parere sull'architettura (1765): «De modo que Piranesi que, en vez de hacerlo así, se ha entregado con sus dibujos a esa loca libertad de trabajar a su capricho ¿también él demuestra no conocer [la arquitectura griega]? De esta forma querríais obligarnos a permanecer en aquellas cabañas, de las que algunos han creído que los griegos han tomado la norma para adornar su arquitectura. Atribuís reglas a la arquitectura que nunca ha tenido. ¿Qué daríais si os demuestro que la severidad, la razón y la imitación de las cabañas son incompatibles con la arquitectura?»[30].

Con esta mutación en el espacio general del saber, nuestra modernidad abandona el espacio en cuadro de identidades y diferencias, y entra en «un espacio hecho de organizaciones, es decir, de relaciones internas entre los elementos cuyo conjunto asegura una función»[31], en el cual los principios organizadores serán la analogía y la sucesión y donde la Historia sustituye al Orden como modo de ser de las empiricidades. Sobre este nuevo suelo de positividades, la arquitectura se desarrollará, desde el siglo XIX y hasta nuestros días, en la dialéctica entre el organicismo y el funcionalismo, sin ver que las condiciones de posibilidad de ambos discursos son las mismas: la episteme moderna[32]. Nuestra historia de la arquitectura deberá hacer visible esta realidad de fondo, y rastrear los paralelismos entre la nueva arquitectura y la filología, la economía política y la biología, que articulan ahora el lenguaje, el trabajo y la vida, confiando de nuevo en la estrecha relación de la arquitectura con la expresión de las necesidades de lo vivo.

Paradójicamente, a pesar de que con la nueva manera de entender los seres se radicaliza, hasta convertirse en fundamental, la partición entre lo orgánico y lo inorgánico, sin duda es la biología el saber que más metáforas ofrece tanto a la teoría y como a la práctica modernas de la arquitectura (incluyendo el mito de la máquina, entendida como funcionalidad pura). La biología sitúa la organización, como principio interno invisible que fundamenta lo visible de la estructura, en la profundidad del cuerpo y en sus relaciones de subordinación funcional que posibilitan la vida, y en consecuencia introduce «un espacio profundo, interior, esencial»[33]; los seres vivos serán ahora «una estructura que es como el envés sombrío, voluminoso e interior de su visibilidad: en la superficie clara y discursiva de esta masa secreta pero soberana emergen los caracteres, especie de depósito exterior a la periferia de organismos que ahora están anudados en sí mismos»[34].

Nuestra historia de la arquitectura deberá investigar, por un lado, el tema de la legibilidad de las fachadas desde esta nueva perspectiva, para ver cómo la arquitectura moderna supera las interpretaciones renacentista y clásica de la venustas vitruviana (entendida como decoro y como carácter), bien hacia una verdad programática y organizativa, bien hacia una independencia total de la piel. Y, por otro lado pero en paralelo, el tema de la verdad de la construcción y de los materiales, invisible para los clásicos pero decisivo para los autores del siglo XIX, como muestra, entre otros, el influyente Eugène E. Viollet-le-Duc en sus Entretiens sur l'Architecture (1858-1872). Al mirar ahora las arquitecturas como organismos construidos, aparece la cuestión de la evolución de las técnicas, y con ella los historicismos que recuperarán arquitecturas abandonadas al descubrir en ellas nuevas verdades antes invisibles, como en el caso de la arquitectura gótica y su funcionalidad estructural que inspirará las nuevas arquitecturas del hierro. El espacio del siglo XIX será el de las grandes construcciones civiles en hierro y vidrio -estaciones de transporte, mercados, grandes exposiciones- que, a modo de esqueletos orgánicos, muestran las nervaduras internas de su construcción y las líneas de fuerza que mantienen su función. El detalle constructivo, hasta entonces oculto debajo del ropaje clásico de los órdenes, comienza un proceso de aparición progresiva que ya no se detendrá -aunque pasará por fases de falseamiento-, y, en consecuencia, el ornamento sufrirá un creciente descrédito que culmina en el Ornamento y delito (1908) del polémico Adolf Loos: «he llegado, por tanto, a la siguiente conclusión: la evolución de la cultura marcha paralela a la eliminación del ornamento en los objetos de uso [...] ¡No lloréis! Lo que constituye la grandeza de nuestra época es que es incapaz de realizar un ornamento nuevo. Hemos vencido al ornamento»[35].

Pero más allá del diálogo entre la fachada y el espacio interior en términos de legibilidad, en el siglo XX se hará visible el espacio como volumen interior que se agita hasta desbordar el cuadro. Al romperse el espacio del orden, rebosará hacia el exterior toda la complejidad programática y constructiva que antes se ocultaba tras el discurso plano de la fachada. Edificios como el parisino Centro Pompidou, de Renzo Piano y Richard Rogers, se configuran como un guante vuelto del revés, donde los elementos de la implementación funcional (líneas de instalaciones y flujos de movilidad: el movimiento de lo cotidiano), que tradicionalmente se escondían a la vista, pasan a construir la imagen pública del edificio mientras se libera de ellos el espacio interior, ahora completamente disponible para cualquier posibilidad de encuentros y azares.

EL PODER DEL ESPACIO

«El efecto acumulativo de la arquitectura durante los últimos dos siglos ha sido algo así como una lobotomía general practicada a la sociedad en su conjunto, arrasando enormes áreas de la experiencia social. Cada vez se emplea más como medida preventiva; un organismo para la paz, la seguridad y la segregación que, por su propia naturaleza, limita el horizonte de la experiencia -reduciendo la transmisión del sonido, diferenciando los patrones de movimiento, suprimiendo los olores, frenando el vandalismo, reduciendo la acumulación de suciedad, impidiendo la propagación de enfermedades, ocultando las vergüenzas, encerrando la indecencia y aboliendo lo innecesario-, reduciendo deliberadamente la vida cotidiana a un teatro de sombras privado. Pero, al otro lado de esta definición, sin duda hay otro tipo de arquitectura que buscaría dar rienda suelta a las cosas que tan cuidadosamente se han enmascarado con su anti-tipo; una arquitectura que surja de la profunda fascinación que arrastra a la gente hacia los demás; una arquitectura que reconoce la pasión, la carnalidad y la sociabilidad»[36]

EL SUJETO COMO ARQUITECTO Y EL SUJETO COMO ARQUITECTURA (IDENTIDADES)

EL ESPACIO DE LO OTRO

La historia de la experiencia del orden de las cosas trazada por Foucault en Las palabras y las cosas (Una arqueología de las ciencias humanas), que pretende ser la historia de lo Mismo, de las semejanzas y las identidades, es entendida por su propio autor[37] como el eco a la historia de lo Otro, de la diferencia que limita cada cultura, desarrollada en su Historia de la locura en la época clásica[38]. En el prólogo a la primera edición de esta obra se anuncia este programa de trabajo: «Se podría hacer una historia de los límites -de esos gestos oscuros, necesariamente olvidados desde que se realizan, por los cuales una cultura rechaza algo que será para ella lo Exterior; y a lo largo de toda su historia, ese vacío abierto, ese espacio en blanco por el que se aísla, la designa tanto como sus valores»[39]. En este mismo sentido, nuestra historia de la arquitectura debería trabajar sobre esta frontera abierta de lo que en cada momento no ha sido considerado arquitectura, de lo que al ser excluido la ha constituido.

Sintomáticamente, Foucault, en el prólogo a la primera edición de la Historia de la locura, define la locura como la «ausencia de obra» y en el prólogo a la segunda edición insiste de nuevo en esta definición: «la locura, la falta de obra»[40] para anunciar el añadido en la nueva edición de un texto dedicado a este tema, donde dirá: «quizá llegue un día en que no se sepa ya bien lo que ha podido ser la locura. Su figura se habrá cerrado sobre sí misma no permitiendo ya descifrar los rastros que haya dejado»[41]. Esta debilidad del rastro, que como una estela en el agua pronto desaparece al no quedar registrada en la historia, justifica la metáfora de lo oceánico para definir la Exterioridad. El mar no tiene recuerdos, es el lugar del olvido, la tierra sin memoria donde no se pueden dejar huellas: territorio preferente para la huida.

La figura de la oposición entre la isla y el océano se puede encontrar en los textos principales de los grandes filósofos. Aparece en Kant para representar la diferencia entre lo que se puede conocer de forma cierta (la tierra firme, permanente, «territorio de la verdad») y lo que se debe evitar por incierto (lo acuático, siempre cambiante, «patria de la ilusión»)[42]. Pero el posicionamiento kantiano frente a esta oposición será desafiado por el Zaratustra de Nietzsche, gran nómada buscador del cambio, que al comienzo de la tercera parte, en el capítulo titulado El viajero, abandona las islas afortunadas para embarcarse[43]. Una vez embarcado, en el capítulo De la visión y del enigma, Nietzsche hace una verdadera declaración de intenciones que supone la trasvaloración de la posición Kantiana: «Zaratustra era amigo, en efecto, de todos aquellos que realizan largos viajes y no les gusta vivir sin peligro [...]. A vosotros los audaces buscadores e indagadores, y a cualquiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles»[44].

Sin embargo, para el tema que nos ocupa -la arquitectura- resulta más productiva la alternativa a la oposición tierra-mar que proponen Gilles Deleuze y Félix Guattari en su tratado de nomadología: la máquina de guerra, incluido en Mil mesetas[45], consistente en distinguir entre espacio estriado (sedentario) y espacio liso (nómada). La diferencia entre ambos estriba en que en el caso del espacio liso (vectorial, proyectivo o topológico) se ocupa el espacio sin medirlo, mientras que el espacio estriado se mide para ocuparlo[46]: «hay, pues, una gran diferencia de espacio: el espacio sedentario es estriado, por muros, lindes y caminos entre las lindes, mientras que el espacio nómada es liso, sólo está marcado por trazos que se borran y se desplazan con el trayecto»[47]. Es por ello que se puede considerar que «el mar es quizá el principal de los espacios lisos, el modelo hidráulico por excelencia»[48].En una meseta posterior, dedicada precisamente a lo liso y lo estriado, Deleuze y Guattari describen las cualidades del espacio liso: «el espacio liso está ocupado por acontecimientos o haecceidades, mucho más que por cosas formadas o percibidas. Es un espacio de afectos más que de propiedades. Es una percepción háptica más bien que óptica. Mientras que en el estriado las formas organizan una materia, en el liso los materiales señalan fuerzas o le sirven de síntomas. Es un espacio intensivo más bien que extensivo, de distancias y no de medidas»[49].

Así, la definición de arquitectura que hasta ahora hemos venido manejando parece corresponderse con la del espacio estriado, mientras que el espacio liso representaría su límite, precisamente como la ausencia de obra de la que Foucault hablaba a propósito de la locura. Pero las relaciones entre lo liso y lo estriado son mucho más móviles y complejas, y por ello estas nociones tienen más alcance que la metáfora marítima. Entre lo liso y lo estriado, las transformaciones son posibles: «contrariamente al mar, la urbe es el espacio estriado por excelencia; pero así como el mar es el espacio liso que se deja fundamentalmente estriar, la urbe sería la fuerza de estriaje que volvería a producir, a abrir por todas partes espacio liso […]. Así pues, cada vez, la oposición "liso-estriado" nos remite a complicaciones, alternancias y superposiciones mucho más difíciles»[50]. Y es precisamente esta movilidad, esta posibilidad de transformación, la que dota de profundidad crítica a la distinción filosófica entre lo liso y lo estriado: «siempre que se produce una acción contra el Estado, indisciplina, sublevación, guerrilla o revolución como acto, diríase que una máquina de guerra resucita, que un nuevo potencial nomádico surge, con reconstitución de un espacio liso o de una manera de estar en el espacio como si fuera liso (Virilio recuerda la importancia del tema sedicioso o revolucionario "ocupar la calle"). En este sentido, la respuesta del Estado es estriar el espacio, contra todo lo que amenaza con desbordarlo»[51].

Nuestra historia de la arquitectura, si quiere ser algo más que una historia de las ideas, debería trabajar sobre la posibilidad de desbordar la noción estriada de la arquitectura (el tejido) para producir estrategias capaces de alisar el espacio (el fieltro) en busca de zonas de libertad. Autores como Rem Koolhaas han trabajado sobre este tema a través de la intensificación producida por el tamaño[52], y han utilizado como imagen a Manhattan[53], una isla cuadriculada (paradigma de lo estriado) que produce libertad. Sin embargo, experiencias recientes me hacen dudar de esta vía y creer que será más productivo investigar si es por el lado de su parentesco con la literatura y el arte por donde la arquitectura puede convertirse en otra cosa.



[1] Borges, Jorge Luis, "El jardín de senderos que se bifurcan" en Ficciones, Alianza Editorial, Madrid, 2002, p.110-111.

[2] Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, Siglo XXI Editores, Madrid, 2009, p.1.

[3] Borges, Jorge Luis, "La Biblioteca de Babel" en Op. cit., p.86 y p.88. La descripción espacial de la Biblioteca de Babel cuenta con dos versiones, ya que Borges retocó sutilmente el texto original publicado en 1941 para una nueva edición de 1956. Para más detalles sobre los espacios de Borges, véase Grau, Cristina, Borges y la arquitectura, Ediciones cátedra, Madrid, 1989.

[4] Se trataría de superar la división entre formas de visibilidad y formas de legibilidad que aparece por ejemplo en Deleuze, Gilles, Foucault, Paidós, Barcelona, 1987, p.85: «Si las arquitecturas, por ejemplo, son visibilidades, lugares de visibilidad, es porque no sólo son figuras de piedra, es decir, agenciamientos de cosas y combinaciones de cualidades, sino fundamentalmente formas de luz que distribuyen lo claro y lo oscuro, lo opaco y lo transparente, lo visto y lo no visto, etc.»

[5] En la versión más conocida del mito, el héroe ático Teseo se esconde entre los jóvenes que serán sacrificados al Minotauro que habita en el laberinto del rey Minos, con objeto de asesinarlo y acabar con el rito. Antes de adentrarse en el laberinto seduce a Ariadna, hija del rey, a la que Dédalo (considerado el primer arquitecto) ha revelado el secreto para poder salir del laberinto. Éste consiste en atar el extremo de una madeja de hilo en el umbral del laberinto para recorrerlo sujetando el otro extremo. De este modo, para encontrar el camino de salida basta con seguir el hilo hasta el punto donde fue atado. La otra forma de salir del laberinto es fabricarse unas alas, pero recordemos que esta opción, adoptada por Ícaro, hijo de Dédalo, acaba mal cuando éste se acerca demasiado al sol.

[6] Algunas de las indicaciones etimológicas técnicas proceden de Roberto Masiero, Estética de la arquitectura. A. Machado Libros, Madrid, 2003. El resto de ellas del Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

[7] Por este camino cobran un sentido más próximo al original las palabras de Demócrito (recogidas en W. Tatarkiewicz, Historia de la Estética. La Estética Antigua. Madrid, 1987. p.99) a propósito del carácter funcional de la imitación: "hemos llegado a ser nosotros discípulos en las cosas más importantes: de la araña en tejer y zurcir, de la golondrina en la construcción de casas, (...), por imitación". La intuición decisiva es que la mímesis se centra en las estrategias.

[8] Zubiri, Xavier. Naturaleza, Historia, Dios. Madrid, 2007. p.69, 203.

[9] Foucault, Michel, Op. cit., p.7.

[10] Deleuze, Gilles, Foucault, (Los pliegues o el adentro del pensamiento), Paidós, Barcelona, 1987, p.151: «En realidad, una cosa obsesiona a Foucault, el pensamiento, "¿qué significa pensar? ¿A qué llamamos pensar?" La pregunta lanzada por Heidegger, retomada por Foucault, la flecha por excelencia. Una historia, pero del pensamiento como tal. Pensar es experimentar, es problematizar. El saber, el poder y el sí mismo son la triple raíz de una problematización del pensamiento. En primer lugar, según el saber como problema, pensar es ver y hablar, pero pensar se hace "entre dos", en el intersticio o la disyunción del ver y del hablar. Pensar es inventar cada vez el entrelazamiento, lanzar cada vez una flecha desde uno mismo al blanco que es el otro, hacer que brille un rayo de luz en las palabras, hacer que se oiga un grito en las cosas visibles. Pensar es lograr que ver alcance su propio límite, y hablar el suyo, de tal manera que los dos sean el límite común que al separarlos los pone en relación». (La intuición de la arquitectura como límite entre el espacio del afuera y el espacio del adentro, que induce el pliegue que es el sujeto, todavía no la puedo desarrollar y quizá no se pueda. Aviso para navegantes: si se avanza por esta línea, se debería ser muy cauto con la exhuberancia de ideas y sugerencias de la obra deleuziana).

[11] Foucault, Michel, Op. cit., p.158: «Este a priori es lo que, en una época dada, recorta un campo posible del saber dentro de la experiencia, define el modo de ser de los objetos que aparecen en él, otorga poder teórico a la mirada cotidiana y define las condiciones en las que puede sustentarse un discurso, reconocido como verdadero, sobre las cosas».

[12] Foucault, Michel, La arqueología del saber, Siglo XXI, México, 1979, p.340: «se trataba de analizar esa historia en una discontinuidad que ninguna teleología reduciría de antemano; localizarla en una dispersión que ningún horizonte previo podría cerrar; dejarla desplegarse en un anonimato al que ninguna constitución trascendental impondría la forma del sujeto; abrirla a una temporalidad que no prometiese la vuelta de ninguna aurora». La arquitectura, en cuanto tiene una parte de actividad artística, es un campo ideal para hacer visible la ausencia de progreso como figura histórica.

[13] Foucault, Michel, Las palabras y las cosas, p.178. Sobre el mismo tema (saberes que, como la arquitectura, son al mismo tiempo teoría y práctica) es especialmente iluminador el siguiente párrafo de la página 166: «Sin duda alguna, el análisis de las riquezas no se constituyó siguiendo las mismas líneas ni el mismo ritmo que la gramática general o la historia natural. Pues la reflexión sobre la moneda, el comercio y los cambios está ligada a una práctica y a unas instituciones. Pero, si pueden oponerse la práctica y la especulación pura, de cualquier manera, ambas reposan sobre un único e idéntico saber fundamental. Es muy posible que una reforma de la moneda, un uso bancario, una práctica comercial se racionalicen, se desarrollen, se mantengan o desaparezcan según formas propias; siempre estarán fundados sobre un cierto saber: saber oscuro que no se manifiesta por sí mismo en un discurso, sino cuyas necesidades son idénticamente iguales que las de las teorías abstractas o las especulaciones sin relación aparente con la realidad. En una cultura y en un momento dados, sólo hay siempre una episteme, que define las condiciones de posibilidad de todo saber, sea que se manifieste en una teoría o que quede silenciosamente investida en una práctica [...]. Y lo que se requiere es hacer hablar a estas necesidades fundamentales del saber.».

[14] Foucault, Michel, Op. cit., p.26 y ss.

[15] Foucault, Michel, Op. cit., p.30.

[16] Foucault, Michel, Op. cit., p.40.

[17] Foucault, Michel, Op. cit., p.31. «Este punto es el hombre; está en proporción con el cielo, y también con los animales y las plantas, lo mismo que con la tierra, los metales, las estalactitas o las tormentas».

[18] Véase Masiero, Roberto, Op.cit., p.123,124: «Desde ahora lo infinito se piensa como "apertura" atribuible también a las "formas", que dejan de ser producto de una geometría elemental. De ello nace un profundo sentimiento de lo incondicionado, de la superficialidad [...] Se vuelven así científicamente interesantes las deformaciones y las metamorfosis, y se hace evidente que pierde consistencia el primado de la proporción como ley de la objetividad de lo bello [...] La idea domina sobre la naturaleza, así como lo invisible sobre lo visible. No se debe confiar sólo en la naturaleza, sino también en la idea: no captar sólo lo que se ve, sino también lo que podría o debería ser visto».

[19] Foucault, Michel, Op. cit., pp.80-81.

[20] Foucault, Michel, Op. cit., pp.81-82: «este sistema ha sido lo bastante obligatorio para que las formas visibles de los conocimientos esbocen por sí mismas sus parentescos, como si los métodos, los conceptos, los tipos de análisis, las experiencias adquiridas, los espíritus y, por último, los hombres mismos se hubieran desplazado voluntariamente en una red fundamental que definía la unidad implícita, pero inevitable, del saber. La historia muestra mil ejemplos de estos desplazamientos».

[21] Foucault, Michel, Op. cit., p.109.

[22] Citado en Fernández Gómez, Margarita, La crisis de la teoría clásica, Servicio de Publicaciones de la Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 1997, p.126.

[23] Foucault, Michel, Op. cit., pp.129-130.

[24] Focault nos ofrece algunas pistas en Op. cit., p 130: «En el Renacimiento, la extrañeza animal era un espectáculo; figuraba en las fiestas, en las justas, en los combates ficticios o reales, en las reconstituciones legendarias en las que el bestiario desarrollaba sus fábulas sin edad. El gabinete de historia natural y el jardín, tal como se les ha instalado en la época clásica, sustituyen el desfile circular del "especimen" por la exposición en "cuadro" de las cosas. Lo que se ha deslizado entre estos teatros y este catálogo no es el deseo de saber, sino una nueva manera de anudar las cosas a la vez con la mirada y con el discurso. Una nueva manera de hacer la historia».

[25] Foucault, Michel, Op. cit., pp.133-138.

[26] Sobre la cuestión metodológica de las categorías históricas, véase Foucault, Michel, Op. cit., p.128. Se vuelve a insistir en la necesidad de evitar lecturas retrospectivas que presten unidad ulterior en la p.164.

[27] Fernández Gómez, Margarita, Op. cit., p.177.

[28] Foucault, Michel, Op. cit., p.145: «La clasificación, como problema fundamental y constitutivo de la historia natural se aloja históricamente y de manera necesaria entre una teoría de la marca y una teoría del organismo».

[29] Foucault, Michel, Op. cit., p.207.

[30] Citado en Fernández Gómez, Margarita, Op. cit., pp.112-113. La cursiva es mía.

[31] Foucault, Michel, Op. cit., p.214.

[32] En mi opinión, con este cambio de episteme podría nacer también la posibilidad de una arquitectura que trabaje en la línea de la literatura entendida como movimiento de transgresión. No me es posible todavía desarrollar esta intuición.

[33] Foucault, Michel, Op. cit., p.227.

[34] Foucault, Michel, Op. cit., p.233.

[35] Citado en Fernández Gómez, Margarita, El rechazo de la teoría clásica, Servicio de Publicaciones de la Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 1996, p.131. En la misma obra de Loos podemos leer: «el hombre moderno que se tatúa es un criminal o un degenerado. Hay prisiones donde el 80% de sus reclusos llevan tatuajes y los hombres tatuados que no están en prisión son criminales latentes o aristócratas degenerados. Cuando un hombre tatuado muere en libertad, quiere decir simplemente que no ha tenido tiempo suficiente para cometer su crimen», y también: «se puede medir el grado de civilización de un país atendiendo a la cantidad de garabatos que aparezcan en las paredes de sus retretes. Lo que es natural en el papúa o en el niño, resulta un fenómeno de degeneración en el hombre moderno». Más allá de lo retorcido y provocador de su estilo literario, las casas de Loos son el paradigma del espacio profundo de la interioridad. Sería un tema interesante, aunque escapa del ámbito de estas notas, estudiar cómo el filósofo Ludwig Wittgenstein destrozó, al hacerse cargo de la obra de la casa de su hermana en Viena, el proyecto que para la misma hizo uno de los discípulos de Loos.

[36] Evans, Robin, Figuras, puertas y pasillos, en Traducciones, editado conjuntamente por Col·legi d'Arquitectes de Catalunya (Demarcació de Girona) y Editorial Pre-Textos, 2005, p.107. Publicado originalmente como "Figures, Doors and Passages", en Architectural Design, vol. 48, 4, abril de 1978).

[37] Foucault, Michel, Op. cit., p.9.

[38] Foucault, Michel, Historia de la locura en la época clásica I, 2ª edición, Fondo de Cultura Económica, México, 2006.

[39] Se utiliza la traducción de Amparo Rovira sobre el texto publicado en Dits et Écrits 4, 159, Éditions Gallimard. Bibliothèque des Sciences Humaines, 1994.

[40] Foucault, Michel, Historia de la locura en la época clásica I, 2ª edición, p.9.

[41] Foucault, Michel, Historia de la locura en la época clásica II, 2ª edición, Fondo de Cultura Económica, México, 2008, p.328.

[42] Véase Kant, Immanuel, Crítica de la Razón Pura, Taurus, Madrid, 2005. Kant comienza la doctrina trascendental del juicio (o analítica de los principios) [B295] de la siguiente manera: «No sólo hemos recorrido el territorio del entendimiento puro y examinado cuidadosamente cada parte del mismo, sino que, además, hemos comprobado su extensión y señalado la posición de cada cosa. Este territorio es una isla que ha sido encerrada por la misma naturaleza entre límites invariables. Es el territorio de la verdad -un nombre atractivo- y está rodeado por un océano ancho y borrascoso, verdadera patria de la ilusión, donde algunas nieblas y algunos hielos que se deshacen prontamente producen la apariencia de nuevas tierras y engañan una y otra vez con vanas esperanzas al navegante ansioso de descubrimientos, llevándolo a aventuras que nunca es capaz de abandonar, pero que tampoco puede concluir jamás. Antes de aventurarnos a ese mar para explorarlo en detalle y asegurarnos de que podemos esperar algo, será conveniente echar antes un vistazo al mapa del territorio que queremos abandonar e indagar primero si no podríamos acaso contentarnos con lo que contiene, o bien si no tendremos que hacerlo por no encontrar tierra en la que establecernos».

[43] Véase Nietzsche, Fiedrich, Así hablo Zaratustra, Un libro para todos y para nadie, Alianza Editorial, Madrid, 1990. La segunda parte comienza con el capítulo El niño del espejo, donde un Zaratustra anhelante de sus amigos se expresa así (p.128-129): «¡Y lo haré aunque el río de mi amor se precipite en lo infranqueable! ¡Cómo no va a acabar encontrando tal río el camino hacia el mar! Sin duda hay en mí un lago, un lago eremítico, que se basta a sí mismo; mas el río de mi amor lo arrastra hacia abajo consigo - ¡al mar! Nuevos caminos recorro, un nuevo modo de hablar llega a mí; me he cansado, como todos los creadores, de las viejas lenguas. Mi espíritu no quiere ya caminar sobre sandalias usadas [...]. Como un grito y una exclamación jubilosa quiero correr sobre anchos mares, hasta encontrar las islas afortunadas donde moran mis amigos». Al comienzo de la tercera parte, en el capítulo El viajero (p.219-222), un Zaratustra necesitado de soledad, como el Ismael de Moby dick, decide «embarcarse [...], dejar las islas afortunadas y atravesar el mar [...] Yo soy un viajero y un escalador de montañas, decía a su corazón, no me gustan las llanuras, y parece que no puedo estarme sentado tranquilo largo tiempo [...]. ¡Ay, ese mar triste y negro a mis pies! ¡Ay, esa grávida agitación nocturna! ¡Ay, destino y mar! ¡Hacia vosotros tengo ahora que descender! Me encuentro ante mi montaña más alta y ante mi más largo viaje: por eso tengo primero que descender más bajo de lo que nunca descendí: -¡Descender al dolor más de lo que nunca descendí, hasta su más negro oleaje! [...] ¿De dónde vienen las montañas más altas?, pregunté en otro tiempo. Entonces aprendí que vienen del mar [...]. Lo más alto tiene que llegar a su altura desde lo más profundo [...]. Todo continúa aún dormido, dijo; también el mar duerme. Ebrios de sueño y extraños miran sus ojos hacia mí. Pero su aliento es cálido, lo siento. Y siento también que sueña. Y soñando se retuerce sobre las duras almohadas. ¡Escucha! ¡Escucha! ¡Cómo gime el mar a causa de recuerdos malvados! ¿O tal vez a causa de esperas malvadas? Ay, triste estoy contigo, oscuro monstruo, y enojado conmigo mismo por tu causa».

[44] Nietzsche, Friedrich, Op. cit. p.223.

[45] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil mesetas, Capitalismo y esquizofrenia, Pre-Textos, Valencia, 2000. El tema que nos ocupa se desarrolla principalmente en la meseta 12 (1227 tratado de nomadología: la máquina de guerra) y en la meseta 14 (1440 lo liso y lo estriado).

[46] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Op. cit. p.368.

[47] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Op. cit. p.385.

[48] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Op. cit. p.390.

[49] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Op. cit. p.487. La negrita es mía.

[50] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Op. cit. p.489-490. La distinción entre liso y estriado permite distinguir dos maneras de viajar: «habría que decir que existen dos tipos de viaje, que se distinguen por el papel respectivo del punto, de la línea y del espacio […]. Pero nada coincide exactamente, y además todo se combina, o pasa del uno al otro. Pues las diferencias no son objetivas: se puede habitar en estriado los desiertos, las estepas o los mares; se puede habitar en liso incluso las ciudades […]. Ya hace mucho tiempo Fitzgerald decía: no se trata de partir hacia los mares del Sur, no es eso lo que determina el viaje. No sólo existen extraños viajes en la ciudad, también existen viajes in situ […]. Viaje in situ, ese es el nombre de todas las intensidades, incluso si se desarrollan también en extensión. Pensar es viajar, y nosotros hemos intentado anteriormente construir un modelo tecnológico de los espacios lisos y estriados. En resumen, los viajes no se distinguen ni por la cualidad objetiva de los lugares ni por la cantidad mesurable de movimiento –ni por algo que estaría únicamente en el espíritu- sino por el modo de espacialización, por la manera de estar en el espacio, de relacionarse con el espacio. Viajar en liso o en estriado, pensar del mismo modo… Pero sin olvidar los pasos del uno al otro, las transformaciones del uno en el otro, las inversiones».

[51] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Op. cit. p.390. La negrita es mía.

[52] Véase O.M.A., Koolhaas, Rem y Mau, Bruce, S, M, L, XL (Small, Medium, Large, Extra-Large), Segunda edición, The Monacelli Press, New York,1998.

[53] Véase Koolhaas, Rem, Delirious New York, A Retroactive Manifesto for Manhattan, The Monacelli Press, New York,1994.

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