miércoles, 8 de julio de 2009

RENÉ DESCARTES: MEDITACIONES METAFÍSICAS

Y no me precio tampoco de ser el primer inventor de

mis opiniones, sino solamente de no haberlas admitido

ni porque las dijeran otros ni porque no las dijeran, sino

sólo porque la razón me convenció de su verdad.

René Descartes. Discurso del Método.

1. Para empezar

En mi opinión, las Meditaciones Metafísicas cartesianas ocupan una posición de rótula entre dos períodos históricos, y no de «pórtico de la filosofía moderna» como afirma Manuel García Morente en su prólogo a la obra que nos ocupa. En este sentido, es cierto que Descartes inaugura (al menos con respecto al período inmediatamente precedente) una actitud filosófica, alineada con la postura renacentista general que sitúa al individuo -yo- en una posición central, en oposición al dogmatismo y a la autoridad; pero también es cierto que se mantienen problemas y soluciones procedentes de la tradición anterior, en especial en lo referente a Dios, que lastran la filosofía cartesiana como un ancla. Así, considero que las Meditaciones Metafísicas aplican una nueva forma de trabajo -el método cartesiano-, que permite considerar a Descartes como el primer racionalista moderno, a viejos contenidos que se enquistan en el centro de la teoría, impidiendo así que sus resultados sobrevivan tanto como su método. En este sentido, podríamos considerar que el hecho de que la obra originalmente se escribiese en latín es un síntoma.

Por otra parte, el método cartesiano implica una teoría del conocimiento y una metafísica inseparables del mismo, que surgen desde el momento mismo en que el sujeto toma posesión del mundo, en que las cosas del realismo aristotélico son sustituidas por ideas internas al sujeto. Este idealismo conduce al problema que, en mi opinión, es la clave del escepticismo procedimental: ¿cómo volver al mundo?, pues este retornar parece imposible si una duda previa demasiado radical corta el hilo de Ariadna. Las Meditaciones Metafísicas pueden ser leídas, entonces, como un intento desesperado de reconstruir un camino de vuelta para escapar de un laberinto autopromovido.

En esta búsqueda de salida, Descartes escribe en primera persona, y esto es, en mi opinión, enormemente problemático para una filosofía. Más allá de la pregunta inmediata pero insustancial que surge como un resorte -por qué escribe quien duda de la existencia de los demás, si no es porque íntimamente está convencido de su complicidad-, amenaza en el horizonte de esta hipótesis de trabajo solipsista la duda sobre la validez de los resultados, la imposibilidad de garantizar la reproducibilidad del camino seguido por no contar con la base firme de una naturaleza -con contenido- común a todos los pensantes. Es por ello que las líneas que siguen, planteadas a modo de resumen crítico del texto de las Meditaciones Metafísicas de Descartes, se redactan en tercera persona, donde el "yo" cartesiano se ve sustituido y referenciado por un "sujeto" sin nombre, pues quien escribe no se ve capaz de suscribir gran parte de los planteamientos cartesianos.

2. El método y la duda

Con anterioridad a la publicación en 1641 de las Meditaciones Metafísicas, Descartes había publicado en 1637 el Discurso del Método para bien dirigir la razón y buscar la verdad en las ciencias, donde se describe un procedimiento para descubrir verdades, cuyo paradigma es el análisis geométrico, con los siguientes cuatro preceptos:

Fue el primero no admitir como verdadera cosa alguna, como no supiese con evidencia que lo es; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención, y no comprender en mis juicios nada más que lo que se presentase tan clara y distintamente a mi espíritu, que no hubiese ninguna ocasión de ponerlo en duda.

El segundo, dividir cada una de las dificultades que examinare en cuantas partes fuere posible y en cuantas requiriese su mejor solución.

El tercero, conducir ordenadamente mis pensamientos, empezando por los objetos más simples y más fáciles de conocer, para ir ascendiendo poco a poco, gradualmente, hasta el conocimiento de los más compuestos, e incluso suponiendo un orden entre los que no se preceden naturalmente,

Y el último, hacer en todos unos recuentos tan integrales y unas revisiones tan generales, que llegase a estar seguro de no omitir nada.[1]

El primero de los preceptos establece un criterio de verdad basado en la evidencia, mientras que se define lo evidente (lo verdadero) como aquello que es claro y distinto al espíritu (la mente). Descartes definió en sus Principios de la Filosofía (1644) la claridad y distinción en los siguientes términos: «Llamo claro lo que está presente y manifiesto a un espíritu atento; lo mismo que decimos ver claramente los objetos cuando estando presentes actúan con fuerza suficiente y nuestros ojos están en la disposición de mirarlos; y distinto a aquello que es talmente preciso y diferente de todo el resto, que no contiene en sí sino lo que parecería manifiesto a quien lo considerase como es preciso». Así pues, en línea con la concepción de la razón como una facultad perceptiva que se trasluce en estas palabras, el criterio de verdad es interior al sujeto, pues opera sobre ideas que "se presentan" al espíritu y sólo depende de cómo tales ideas se presentan. Este primer precepto, además de establecer un criterio de verdad, introduce la estrategia de la duda metódica. Esta duda no es escepticismo, sino una manera de luchar contra él y conseguir ciencia positiva, asentada sobre fundamentos sólidos. Sólo el mayor rigor, el mayor grado de certeza, la evidencia indestructible, puede vencer al escéptico.

El segundo de los preceptos es el primer movimiento del método, el análisis, orientado al descubrir más que al demostrar, mediante la división en partes del problema a tratar precisamente hasta el nivel de las ideas claras y distintas, garantía de verdad. El método comienza entonces por la intuición (inspección del espíritu) de lo simple.

El tercer precepto se refiere al modo de demostrar (mostrar desde), la deducción, que recorre en sentido inverso, hacia la complejidad, las partes simples del problema que el análisis había mostrado. Cada paso de la deducción debe conservar la evidencia de las verdades que concatena o enlaza.

3. Dedicatoria de un funámbulo

La dedicatoria «a los señores decanos y doctores de la Facultad de Teología de París» con que Descartes presenta sus seis Meditaciones Metafísicas las sitúa, como decíamos, en la posición intermedia, de tránsito, entre la filosofía medieval y la filosofía moderna.

Así, por un lado, se plantea que las cuestiones requieren ser demostradas por razones de filosofía y no de teología -superando la fórmula escolástica según la cual la filosofía es esclava de la teología-, utilizando pruebas por razón natural para evitar el círculo vicioso entre Dios y las Sagradas Escrituras, experimentando el nuevo método inspirado en la geometría, con un ingenio por completo exento de prejuicios (meditar en serio) a la busca de un conocimiento cierto y evidente de la verdad.

Pero, por otro lado, esta nueva actitud científica se aplica de nuevo a los viejos temas cristianos tales como la existencia de Dios y la distinción del alma y el cuerpo, que ocupan una posición central en la argumentación, para disgusto de «los ateos, que suelen ser más arrogantes que doctos y juiciosos».

4. Dudar en general de todas las cosas

La Meditación Primera comienza haciendo tábula rasa. Para poder edificar el edificio de las ciencias de modo firme y constante es preciso empezar de nuevo, sobre terreno limpio que permita cimentar, establecer fundamentos. Es por ello que, con este propósito, el primer paso a dar -a modo de desbroce del terreno- debe ser negar crédito a lo que no sea cierto e indudable, a todo aquello que admita razones para ser puesto en duda. Pero es esta una duda metódica que no afecta a la acción, sino a la meditación y al conocimiento.

En esta línea, Descartes comienza dudando de los sentidos, pues la experiencia nos demuestra que son engañosos y no podemos fiarnos de ellos por completo.

A continuación, para poner en duda aquellas percepciones sensibles de las que no puede razonablemente dudarse, Descartes duda de nuestra capacidad para distinguir el sueño de la vigilia.

No obstante, de la hipótesis del sueño parecen salvarse los colores y otros simples y universales, como la extensión, la figura, la cantidad o magnitud, el número, el lugar y el tiempo. Así pues, se podría dudar sobre la física y otras ciencias que versan sobre las cosas compuestas, pero no sobre la aritmética, geometría y otras ciencias sobre cosas simples y generales. Para poder dudar también de estas últimas, Descartes introduce en escena a un posible Dios que todo lo puede y que, por tanto, permite la posibilidad de engaño incluso en lo más fácil, como contar y sumar. Es la hipótesis del genio maligno (Descartes prefiere finalmente evitar que sea Dios, considerado en su tradición como verdad y bondad, quien nos engañe), que definitivamente lo alcanza todo: «pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y todas las demás cosas exteriores no son sino ilusiones y engaños (...); me consideraré a mí mismo como sin manos, sin ojos, sin carne, sin sangre; creeré que sin tener sentidos, doy falsamente crédito a todas esas cosas; permaneceré obstinadamente adicto a ese pensamiento, y, si por tales medios no llego a poder conocer una verdad, por lo menos en mi mano está el suspender mi juicio».

Con una duda tan extensa, que llega a todo, Descartes pretende comenzar desde lo más profundo, sin arrastrar ninguna creencia previa que, a modo de falsos cimientos, pueda invalidar la reconstrucción del edificio del conocimiento.

5. Primero el propio espíritu

En la Meditación Segunda, Descartes continúa el camino propuesto en la meditación anterior, es decir, la búsqueda de lo cierto e indudable por la vía de alejarse de todo aquello en que se pueda imaginar la menor duda, como si fuese absolutamente falso. Pero esta estrategia tan exigente lleva a la conclusión de que sólo es verdadero que nada hay cierto en el mundo, pues, como veíamos, hay motivos para dudar de los sentidos, de la memoria, e incluso del cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar.

Para poder continuar es necesario encontrar un punto de apoyo que no sea posible poner en duda, y Descartes lo sitúa en el conocido "pienso luego existo". La proposición "yo soy, yo existo" es necesariamente verdadera al menos mientras el sujeto la está pronunciando o concibiendo. Ni siquiera el genio maligno conseguirá que no se sea nada mientras se esté pensando que se es algo.

De esta manera, al fijar la puerta de acceso al mundo en el pensamiento, por delante y sin necesidad del cuerpo y los sentidos, se está prefigurando ya toda la argumentación posterior y toda una filosofía, el idealismo, que tanto éxito tendrá en los dos siglos siguientes. En mi opinión, éste es el momento clave del cartesianismo, que consiste en una doble operación: se sitúa al sujeto en el eje de la epistemología, y se define a éste como sólo pensamiento.

En cualquier caso, la reflexión que Descartes realiza a continuación para saber qué es el sujeto, que conduce a la mencionada conclusión de que el sujeto es sólo pensamiento, se desarrolla bajo la hipótesis del genio maligno: «¿qué soy yo ahora, que supongo que hay cierto geniecillo en extremo poderoso y, por decirlo así, maligno y astuto, que dedica todas sus fuerzas e industria a engañarme?». Y es sólo gracias a esta hipótesis que puede desprenderse del cuerpo y de los atributos del alma que le pertenecen -andar, alimentarse, sentir-, para quedarse con lo único que no puede separarse del sujeto que piensa: el pensamiento. Así, «yo no soy (...) sino una cosa que piensa, es decir, un espíritu, un entendimiento o una razón».

Se cierra así un círculo que encierra un solo punto: desde el pensamiento puedo dudar de todo menos del pensamiento; por lo tanto, soy sólo pensamiento. Pero pronto abre Descartes esta trampa que el mismo se ha tendido, al explicar qué sea ese pensar que define al sujeto: «¿Qué soy pues? Una cosa que piensa. ¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, entiende, concibe, afirma, niega, quiere, no quiere y, también, imagina y siente.». Se desliza aquí el sentir, que antes se había rechazado como perteneciente al cuerpo, mediante el argumento indirecto de que por lo menos es cierto que al sujeto le parece que siente y esto es propiamente lo que se llama sentir. Como veremos más adelante, es precisamente esta "habilidad" de reintroducir la percepción de lo sensible en el pensamiento lo que permitirá a Descartes volver al mundo.

A continuación, a través del ejemplo de la cera, pasa a analizar la percepción que se asocia al ser pensamiento. La comprensión no es una visión, ni un tacto, ni una imaginación, sino sólo una inspección del espíritu (intuición); sólo el entendimiento es capaz de conocer, toda percepción incluye un juicio del espíritu. Es decir, a los sentidos externos y el sentido común (facultad imaginativa) se opone el espíritu humano (la mente), que es el que verdaderamente conoce, y, por tanto, nada hay más fácil de conocer que el propio espíritu.

Es importante, en mi opinión, que recordemos que estas conclusiones se realizan bajo la hipótesis del genio maligno, pues el definir al sujeto como esencialmente pensamiento es lo que permitirá a Descartes establecer la separación real entre alma y cuerpo y postular la inmortalidad del alma, una vez haya superado la mencionada hipótesis. Así pues, en mi opinión, la argumentación contiene un círculo en su origen.

6. Tras el espíritu, viene Dios

En la Meditación Tercera, una vez se da por establecida la naturaleza del sujeto como cosa que piensa -incluyendo los sentimientos e imaginaciones como modos de pensar que residen en el sujeto-, Descartes pretende extender su conocimiento.

Ahora bien, para realizar esta tarea es necesario fijar los requisitos para poder estar cierto de algo, que se establecen en la siguiente «regla general: que todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente son verdaderas», tal como ya proponía el primero de los preceptos del Discurso del Método. Así, el criterio de verdad es interior al sujeto, independiente de la correspondencia con un mundo exterior que se ha puesto en duda.

Igualmente, para poder extender el conocimiento más allá del propio sujeto como cosa que piensa, es necesario desactivar la duda metafísica asociada a la hipótesis del genio maligno, pues mientras se dé la posibilidad de que el sujeto pensante sea engañado en sus percepciones, no se podrá ir más allá. Para superar este obstáculo se deberá examinar, desde la intimidad que prescinde de los sentidos, si hay Dios y si puede ser engañador.

En este punto, Descartes acomete un análisis de los géneros de pensamiento, acompañado de la consideración de cuáles de ellos son propiamente verdaderos y de cuáles admiten el error. Se distinguen tres géneros de pensamiento, uno de los cuales no incluye ninguna acción del espíritu, mientras que los otros dos géneros de pensamiento incluyen actitudes proposicionales tales como querer, temer, afirmar y negar. Los géneros de pensamiento son los siguientes:

- las ideas, o imágenes de las cosas, correspondientes a la representación que el sujeto se hace de los objetos, ya sean físicos (por ejemplo, un hombre o el cielo) o intelectuales (por ejemplo, una quimera, un ángel o el mismo Dios). Para Descartes, estas ideas, consideradas en sí mismas, no pueden ser falsas, pues siempre es cierto que el sujeto las imagina. Estas ideas pueden ser de tres tipos según el origen que para el sujeto parecen tener: innatas, extrañas (provenientes de algunos objetos exteriores) y ficciones (inventadas por el propio espíritu del sujeto).

- las voluntades o afecciones. Tampoco admiten el error, pues aunque se deseen cosas malas o inexistentes, siempre es cierto que se desean.

- los juicios, que establecen de ordinario que las ideas, que están en el sujeto, son semejantes o conformes a las cosas, que están fuera del sujeto. Los juicios, así considerados, son los únicos pensamientos que son falibles.

De este modo, puesto que el error sólo puede surgir de los juicios sobre ideas que parecen provenir de fuera del sujeto, la investigación deberá centrarse sobre las razones de este tipo de creencias.

La primera de las posibles razones que maneja Descartes es que al sujeto le parece que la naturaleza, entendida como una cierta inclinación y no como una luz natural, le lleva hasta la creencia. Pero, mientras que en el método cartesiano la luz natural es infalible y todo lo que muestra es verdadero, las inclinaciones -también naturales- son susceptibles de errar (y de hecho lo hacen a menudo). Por el contrario, en esta inclinación natural que tan rápidamente es "descartada" por Descartes, encontrará posteriormente Hume su salida al laberinto epistemológico de la naturaleza de la creencia: «como esta operación de la mente (...) es tan esencial a la subsistencia de toda criatura humana, no es probable que pudiera haber sido confiada a las falaces deducciones de nuestra razón, que es lenta en sus operaciones, no se presenta en ningún grado durante los primeros años de la infancia, y, en el mejor de los casos es, en toda edad y periodo de la vida humana, extremadamente susceptible de errar y confundirse. Más conforme con la sabiduría ordinaria de la naturaleza es asegurar un tan necesario acto de la mente mediante algún instinto o tendencia mecánica que pueda ser infalible en sus operaciones, surgir con la primera aparición de la vida y el pensamiento, y ser independiente de todas las laboriosas deducciones del entendimiento»[2]. En mi opinión, es en esta opción humeana, incompatible con la cartesiana reducción a mínimos del sujeto, donde se vislumbra una salida más certera al problema filosófico del conocimiento.

La segunda de las posibles razones para creer verdaderos los juicios sobre ideas exteriores al sujeto, es la experiencia del sujeto de la involuntariedad de las mismas. Descartes rechaza esta razón de la creencia en el mundo exterior aduciendo una duda -cabe pensar que también metódica- respecto de la posible existencia desconocida de una facultad del sujeto que produciría las ideas de objetos exteriores sin ayuda de ninguna cosa exterior, de manera semejante al sueño.

Rechazando estas dos posibles razones, Descartes cierra el posible acceso a la creencia en un mundo exterior por la vía empírica, y opta por un camino intelectual y deísta. Para ello, considera las imágenes como representantes de cosas y no sólo como modos de pensar. Este nueva manera de ver las imágenes permite establecer diferencias entre ellas por el grado de realidad objetiva que contienen y destacar de entre ellas la idea por la que el sujeto concibe un Dios soberano, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y universal creador de todas las cosas, como una idea con más realidad objetiva que las ideas que representan sustancias finitas.

Para salvar la objeción de que esta idea (Dios) pueda ser causada por esa posible y desconocida facultad productora de ideas que aparecía para dudar de la razón de involuntariedad, Descartes saca de la chistera de la luz natural -que, recordemos, siempre acierta- un sorprendente principio implícitamente inmune al genio maligno: «debe haber, por lo menos, tanta realidad en la causa eficiente y total como en el efecto». El efecto es la idea de Dios, pero a Descartes le parece que el sujeto tiene menos realidad que una idea que el mismo sujeto contiene y, por tanto, no puede ser su causa, de lo que directamente deduce la existencia de Dios como causa de su idea. En esta línea argumental se llega incluso al absurdo de negar que la idea de infinito pueda provenir de la negación de lo finito, y otros semejantes.

Después de este primer argumento en favor de la existencia de Dios, Descartes, quizá consciente de su insuficiencia, ofrece un segundo argumento, en forma de reducción al absurdo. Para ello, pasa a considerar si es posible que un sujeto que tiene la idea de Dios exista en caso de que no haya Dios. Una de las posibilidades sería que el mismo sujeto fuese el autor de su ser, con lo que sería Dios y no se habría negado a sí mismo ninguno de los conocimientos de que carece. Otra posibilidad sería que el sujeto hubiese sido causado por otro ser que pensase y tuviese en sí la idea de las perfecciones de Dios, pero para evitar un recurso al infinito la cadena de causas debería acabar en Dios como causa última. Esta última opción, sin embargo, necesita el principio que permitía el primer argumento (tiene que haber, por lo menos, tanta realidad en la causa como en su efecto). Otra posibilidad a contemplar es que el sujeto sea causado por la concurrencia de causas, pero esto contradice, según Descartes, las perfecciones de Dios, en concreto la referente a su unidad-simplicidad-inseparabilidad.

Tras toda esta serie de argumentos de filosofía abstrusa, Descartes establece que «hay que concluir necesariamente que, puesto que existo y puesto que la idea de un ser sumamente perfecto, esto es, de Dios, está en mí, la existencia de Dios queda muy evidentemente demostrada». Es más, la idea de Dios ha sido producida junto con el sujeto al ser creado, del mismo modo que ocurre con la idea de uno mismo. Y aquí es donde, en mi opinión, la obra cartesiana naufraga, pues su definición del sujeto permanece anclada en la noción del hombre como criatura, como ser creado a imagen y semejanza del Creador y dependiente de Él: «cuando hago reflexión sobre mí mismo, no sólo conozco que soy cosa imperfecta incompleta y dependiente (...) sino que conozco también, al mismo tiempo, que ése, de quien dependo, posee todas esas grandes cosas a que yo aspiro». De aquí a afirmar que este Dios no puede ser engañador -y, por tanto, actúa como garantía de la existencia del mundo exterior por Él creado- hay sólo un paso, como se verá en breve.

7. Dios no engaña, el error es voluntario

La Meditación Cuarta continúa profundizando en la distancia con respecto a lo sensible, en la confianza de que la consideración de lo puramente inteligible es el camino o método que conduce de la contemplación del Dios verdadero al conocimiento del resto de cosas del universo. Pero en este camino intelectual todavía permanece el obstáculo de la duda metódica que postulaba la posibilidad de un genio maligno, que ahora Descartes pretende salvar mediante la propia la definición de Dios, tal como se adelantaba en el final de la Meditación Tercera.

El argumento es muy sencillo: primero «reconozco que es imposible que me engañe Dios nunca, puesto que en el engaño y en el fraude hay una especie de imperfección (...) por lo cual no puede estar en Dios», y además «hay en mí cierta facultad de juzgar o discernir lo verdadero de lo falso, que sin duda he recibido de Dios (...) y puesto que es imposible que Dios quiera engañarme, es también cierto que no me ha dado tal facultad para que me conduzca al error si uso bien de ella».

En mi opinión, es dudoso que este argumento desactive completamente la hipótesis del genio maligno, pero lo más interesante es la insistencia cartesiana en situar en el buen uso del juicio el camino hacia la verdad, ya que con el mismo argumento podría haber establecido perfectamente la veracidad de los sentidos, de la intuición, o de cualquier otra facultad que hubiese querido. Si Dios es garantía de una facultad humana, es difícil ver por qué no puede serlo de otras.

En cualquier caso, postular que el juicio es una facultad que emana de Dios, plantea a Descartes el problema de explicar cómo sea posible el error, pues la suma perfección que acompaña su idea de Dios no lo permite. Pero este problema no es nuevo, sino tan antiguo como los propios dioses creadores creados por el género humano, y por ello es posible recurrir a otros autores religiosos para comparar soluciones. Si nos remontamos, por ejemplo, doce siglos, hasta San Agustín, encontramos la siguiente doctrina:

Siendo la inmutabilidad, Dios es la plenitud del ser; es, por tanto, el bien absoluto e inmutable. Por haber sido creada de la nada, la naturaleza humana sólo es buena en la medida en que es; pero en esta misma medida, es buena. De este modo el bien es proporcional al ser; de donde se sigue que lo contrario del bien -el mal- no puede considerarse como ser. Estrictamente hablando, el mal no existe. Lo que designamos con ese nombre se reduce a la ausencia de un determinado bien en una naturaleza que debería poseerlo. Esto es lo que quiere decir que el mal es una privación (...).

Este principio permite explicar la existencia del mal en un mundo creado por un Dios bueno (...). En cuanto a la moralidad, sólo se encuentra [el mal] en los actos de las criaturas racionales. Puesto que dependen de un juicio de la razón, tales actos son libres; consiguientemente, las faltas morales proceden del mal uso que el hombre hace de su libre albedrío. El hombre es el responsable de ellas, no Dios.[3]

Es fácil ver la sorprendente similitud entre los planteamientos agustiniano y cartesiano, tanto en lo referente a la naturaleza del error (privación) como en lo tocante a su responsabilidad (el libre albedrío del hombre).

Descartes, al buscar la causa de los errores que evidentemente comete el sujeto, advierte que al pensamiento no se presenta sólo una idea real y positiva de Dios como ser sumamente perfecto, sino también la idea de la nada como lo más alejado de la perfección. Y el sujeto se concibe a sí mismo como término medio entre el Ser y el no ser, como criatura que carece de varias de las virtudes del Creador, y por tanto defectuoso y capaz de error. «Y así vengo a reconocer que el error, como tal no es nada real y derivado de Dios, sino un defecto, y por lo tanto que, para errar, no necesito una facultad que Dios me diera particularmente para ello, sino que, si me engaño, es porque la potencia que Dios me ha dado de discernir lo verdadero de lo falso, no es infinita en mí». Además, para aderezar el argumento con más tópicos religiosos, se añade aquí el velo multiusos de «los fines impenetrables de Dios», que, sin embargo y con evidente falta de rigor -pues va en contra del cuarto precepto del método-, no se aduce al estudiar si Dios puede ser engañador.

Una vez establecido que es el sujeto pensante, y no Dios, el responsable de los errores, Descartes analiza más profundamente las causas de estos errores, que resultan de la concurrencia de dos facultades del sujeto: la facultad de conocer (entendimiento) y la facultad de elegir (libre albedrío o voluntad). Ahora bien, el entendimiento sólo concibe ideas de las cosas, pero ni afirma ni niega, y por lo tanto no puede errar. En consecuencia, la causa del error parece estar en la voluntad, responsable de afirmar o negar.

Como ya se ha visto, el entendimiento humano es limitado, pero, sin embargo, la voluntad o libre albedrío, que no admite grados, es ilimitada, a imagen y semejanza de la voluntad divina. La voluntad es la capacidad del sujeto de obrar sin constricciones exteriores, con libertad. Pero esta libertad no significa ser indiferente sino todo lo contrario, es decir, el conocimiento natural incrementa la libertad (al igual que la gracia divina, otro lastre de la teología medieval).

Y es de esta diferencia de "tamaños" entre el entendimiento y la voluntad, y no de cada una de las facultades por separado, de donde nace el error: «¿De donde nacen pues mis errores? Nacen de que la voluntad, siendo mucho más amplia y extensa que el entendimiento, no se contiene dentro de los mismos límites, sino que se extiende también a las cosas que no comprendo». Es decir, el error surge de la indiferencia de la voluntad.

Desde aquí se ve que es fácil evitar el error en el juicio sobre alguna cosa, pues basta con suspenderlo cuando no se concibe la cosa con bastante claridad y distinción (los criterios de la evidencia). En palabras de Descartes, «nos enseña la luz natural que el conocimiento del entendimiento ha de preceder siempre a la determinación de la voluntad».

Es más, si se usa mal el libre albedrío y se afirma lo que no es verdadero, se está cometiendo un error, pero «aun cuando resulte que juzgo según la verdad, ello será debido a la casualidad, y no dejaré de haber faltado y usado mal mi libre albedrío». Con estas palabras, Descartes está exigiendo una justificación al conocimiento, en línea con la definición tripartita del mismo como creencia verdadera justificada.

Así pues, la responsabilidad del error está en la operación del sujeto que hace un mal uso del libre albedrío, y no en las facultades que Dios le ha dado. Lo que el sujeto debe hacer para llegar al conocimiento de la verdad es separar lo que se concibe de manera clara y distinta (que es algo y por tanto no puede provenir de la nada sino de Dios, que garantiza su verdad) de lo que se concibe de forma confusa y oscura.

8. Dios (otra vez) como garantía de la certidumbre

Una vez se ha establecido la manera de acceder al conocimiento (en su sentido clásico de creencia verdadera justificada) y evitar el error, sería momento de «salir y librarme de las dudas en que caí días pasados, y ver si no podré conocer nada cierto tocante a las cosas materiales». Pero antes de acometer esta tarea, la Meditación Quinta se dedica a examinar las ideas de las cosas materiales en cuanto objetos del pensamiento, pues el criterio de verdad -claridad y distinción- está en el mismo pensamiento.

Las primeras ideas que acuden al espíritu de Descartes son las que maneja la aritmética y la geometría: cantidad continua (extensión de longitud, latitud y profundidad), magnitudes, figuras, situaciones, movimientos, duraciones. Estas ideas son conocidas por el sujeto con distinción y claridad, por lo que deben ser propiedades verdaderas, aunque no entrasen en el sujeto a través de los sentidos.

Ahora bien, Descartes, en otra de sus piruetas, salta de la metafísica a la ontología y propone que «es bien evidente que todo lo que es verdadero es algo, siendo la verdad y el ser una misma cosa; y he demostrado ampliamente más arriba que todo lo que conozco clara y distintamente es verdadero». Es decir, para Descartes, lo que se concibe con claridad y distinción existe. La evidencia no es sólo un criterio de verdad, sino también de existencia: «pudiendo yo sacar de mi pensamiento la idea de una cosa, se sigue en consecuencia que todo cuanto reconozco clara y distintamente pertenecer a esta cosa, le pertenece en efecto», aunque poco después se matice en el sentido de que «mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas», pues se debe distinguir entre esencia y existencia.

Como no podría ser de otra manera, la primera aplicación de este principio se dedica de nuevo a la demostración (por tercera vez) de la existencia de Dios. El argumento es sencillo: si el sujeto conoce intelectualmente que a la idea que tiene de la naturaleza de Dios le corresponde la existencia actual y eterna, Dios existe de forma actual y eterna[4]. En cualquier caso, Descartes pretende que este argumento es independiente de los anteriores argumentos a favor de la existencia de Dios; pero, en mi opinión, el argumento depende de que la existencia de un Dios no engañador garantice que la claridad y distinción sean criterios de verdad, por lo que se incurre en una especie de petición de principio. Además, Descartes pretende que el matiz que había introducido a propósito de la distinción entre esencia y existencia en lo referente a las cosas materiales (para evitar que concebir un caballo alado implique directamente su existencia) no sea de aplicación a Dios, pues no se puede concebir un ser sumamente perfecto sin existencia («no soy libre de concebir a Dios sin la existencia (...) como soy libre de imaginar un caballo sin alas o con alas»). Pero tampoco aquí quiere asumir Descartes que hay una petición de principio, pues para él la idea de Dios es innata y, por tanto, verdadera y no fingida o inventada.

Esta Meditación Quinta termina estableciendo a Dios como garante de la certidumbre de todas las demás cosas, como no podría ser de otra manera para un autor que reconoce a Dios como Creador del mundo desde la nada. Así, «advierto que la certidumbre de todas las demás cosas depende de Dios tan absolutamente, que sin su conocimiento fuera imposible saber nunca nada perfectamente». Esta garantía divina impide que el sujeto se equivoque fácilmente y permite que no necesite pensar en todo momento en las razones que le llevaron a una creencia, con tal de recordar que se comprendió clara y distintamente. Así es posible una ciencia verdadera y cierta, ya que no se puede errar en los juicios cuyas razones se conocen claramente: «y así conozco muy claramente que la certeza y verdad de toda ciencia dependen únicamente del conocimiento del verdadero Dios».

9. Por último, el cuerpo y el mundo

Para terminar la serie de las meditaciones, en la Meditación Sexta, Descartes examina si hay cosas materiales, es decir, si existe algo más que el sujeto pensante, Dios y las ideas no materiales (del tipo de la aritmética y la geometría), que hasta ahora ha establecido como verdaderas-existentes. Esta existencia del mundo exterior, incluyendo el propio cuerpo, había sido suspendida en la Meditación Primera, dentro del programa de negar certeza a todo aquello que pudiese ser puesto en duda, para poder después fundarlo sobre cimientos sólidos. Así, ahora se pretende fundar la certeza de la existencia del cuerpo y del mundo sobre los pilares ciertos de la existencia del sujeto como cosa que piensa y de la existencia de Dios como Ser sumamente perfecto que garantiza la ausencia de engaño.

En primer lugar, Descartes sabe que puede haber cosas materiales, puesto que las ha considerado como objeto de las demostraciones geométricas, sabe que Dios puede crearlas y las la facultad de imaginar es capaz de convencerle de su existencia. Y es precisamente la consideración de qué sea la imaginación -cierta aplicación de la facultad de conocer al cuerpo- lo que lleva a Descartes a afirmar que el cuerpo existe.

La imaginación, que necesita una particular contención del espíritu, es distinta de la pura intelección o concepción, que no la necesita. Desde esta diferencia, Descartes argumenta que, puesto que la esencia del espíritu del sujeto es el concebir, la imaginación no forma parte de esa esencia, y directamente deduce que la imaginación depende de otra instancia distinta del espíritu, que no es otra que el cuerpo. Es decir, la imaginación es una facultad del espíritu que consiste en volverse hacia el cuerpo para considerar las ideas que éste forma por sí o a través de los sentidos.

Además del objeto de la geometría -la naturaleza corporal-, el sujeto imagina muchas otras cosas, entre las que se encuentran los colores, los sonidos, los sabores y el dolor, percibidas por los sentidos. Así, Descartes ve en el examen de qué sea esa manera de pensar que llama sentir una posible vía para establecer la existencia de las cosas corporales. Para ello, comienza por realizar un repaso sobre las creencias que se mantenían antes de la duda metódica: que el sujeto tiene un cuerpo, colocado entre otros cuerpos, que le proporcionan comodidades e incomodidades y sus sentimientos respectivos de placer y dolor; que el cuerpo experimenta apetitos e inclinaciones; que tanto el propio cuerpo como los demás poseen extensión, figura, movimientos, tacto, luz, color, olor, sonido, sabor; que todos estos cuerpos son diferentes del propio pensamiento; que los objetos son semejantes a las ideas que los causan; que no hay idea que no haya pasado antes por los sentidos; que el propio cuerpo, en el que se siente y por el que se siente, pertenece al sujeto más que los otros cuerpos; que la correspondencia entre los sentimientos y las reacciones del espíritu las enseña la naturaleza; que los juicios acerca de los objetos también se producen de forma natural. A continuación se recuerdan los motivos que llevaron a poner en duda estas creencias previas: experiencia de errores de juicios basados en los sentidos externos e internos; hipótesis del sueño; hipótesis del engaño o genio maligno; desconfianza de la naturaleza; posibilidad de facultad desconocida que cause las ideas de las supuestas cosas exteriores.

Una vez puestos en situación, se deben estudiar estas dudas a la luz de los descubrimientos de las cinco meditaciones exteriores, que habían alcanzado, según Descartes, un conocimiento cierto sobre el sujeto y su Autor. Con estos fundamentos, si bien no se puede admitir todo lo que enseñan los sentidos, tampoco se puede mantener ya una duda general, puesto que el criterio de claridad y distinción de la concepción nos permite avanzar en el conocimiento. Así, puesto que el sujeto, cuya esencia consiste en ser sólo algo que piensa y no extenso, tiene una idea del cuerpo distinta, como cosa extensa que no piensa, se puede establecer la existencia real del cuerpo, es decir, como algo distinto del alma, que puede ser y existir sin el cuerpo. Ya establecida la realidad del propio cuerpo, y tras recorrer las distintas facultades que se adhieren a la sustancia inteligente sin formar parte de ella (imaginar, sentir, moverse), es fácil establecer la existencia de las cosas corporales, pues el sujeto se inclina a creer que es así y Dios no le engaña.

Ahora bien, el establecer que el alma (propiamente el sujeto) y el cuerpo son realidades distintas, plantea de inmediato el problema de la relación entre ambos. Para Descartes, el espíritu y el cuerpo están íntimamente unidos: «no estoy metido en mi cuerpo como un piloto en su navío, sino tan estrechamente unido y confundido y mezclado con él, que formo como un solo todo con mi cuerpo». El núcleo de esta creencia se encuentra en que sentimientos tales como el hambre, la sed y el dolor son modos de pensar que dependen de la mezcla del espíritu con el cuerpo. No obstante, las percepciones de los sentidos sirven al fin de señalar lo conveniente y nocivo para el cuerpo, no al de conocer, y, por tanto, los sentidos no son suficientes para «sacar conclusiones acerca de las cosas que están fuera de nosotros, sin que el espíritu las haya examinado cuidadosa y totalmente; pues, a mi parecer, al espíritu solo y no al compuesto de espíritu y cuerpo, corresponde conocer la verdad de tales cosas», con lo que Descartes insiste de nuevo en situar el criterio de verdad en el interior del sujeto, en la intelección pura, y la fuente del error en su naturaleza corporal.

En cualquier caso, Descartes reconoce que «todos los sentidos me enseñan con mayor frecuencia lo verdadero que lo falso, acerca de las cosas que se refieren a las comodidades o incomodidades del cuerpo, y pudiendo casi siempre hacer uso de varios de entre ellos para examinar una misma cosa, y, además, disponiendo de mi memoria para enlazar y juntar todos los conocimientos presentes con los pasados, y de mi entendimiento, que ya ha descubierto todas las causas de mis errores, no debo temer en adelante encontrar falsedad en las cosas que ordinariamente me representan los sentidos. Y deberé rechazar las dudas de estos días pasados, por hiperbólicas y ridículas».

10. Para terminar

Tras el razonamiento circular de las Meditaciones acerca de la filosofía primera, en las cuales se prueba claramente la existencia de Dios y la distinción real entre el alma y el cuerpo del hombre, Descartes recupera las creencias básicas que se ponían en duda como primer paso del método, supuestamente por la sola intervención de la razón. Pero, en mi opinión, resulta evidente que estas creencias básicas no han sido olvidadas en ningún momento y que permanecen siempre a la vista como objetivo al que apuntan los argumentos. Es por ello que el método que se aplica en estas Meditaciones no es un método orientado a descubrir verdades, sino a justificar una serie de supersticiones a las que les falla la fundamentación. En este sentido, la tarea que se realiza en este texto no es la de construir de nuevo el edificio de las ciencias, sino la de recalzar la cimentación de la religión.


[1] Descartes, René. Discurso del Método. Meditaciones Metafísicas. Madrid, Editorial Espasa-Calpe, 1990, 25ªedc., p.55-56.

[2] Hume, David. Investigación sobre el entendimiento humano. Madrid, Ediciones Istmo, 2004. Página 55 de la edición de Selby-Bigge.

[3] Gilson, Étienne. La Filosofía en la Edad Media. Desde los orígenes patrísticos hasta el fin del siglo XIV. Madrid, Editorial Gredos, 2007. 2ª edc. Página 131.

[4] Este argumento permite que yo -autor de estas líneas- conciba que pertenece a la naturaleza de Dios no ser más que una superstición, y por tanto en mi mundo, Dios no es más que una superstición. Esta dificultad parece consustancial a cualquier argumento en primera persona.

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