Meditando, observando y estudiando, llegué a la conclusión
de que podía enriquecer de una nueva manera la difusión del
arte en un sentido más amplio y didáctico, tratando de seleccionar
lugares naturales para introducir en un gran espacio la pintura, la
escultura, la arquitectura, la música, la jardinería, etc..., logrando
algo en donde he comprobado el éxito educativo de los
numerosos visitantes de estos lugares sugestivos y que
he llamado: "simbiosis de Arte-Naturaleza, Naturaleza-Arte"
César Manrique[1]
ANTECEDENTES
Todavía recuerdo mi primera (y hasta el momento única) visita al Chillida Leku, persiguiendo un solar en la primavera del año 2001. Punteando los caminos sobre el pasto, decenas de pedazos de materia trabajada (piedra, acero, madera) hacían que el paseo se intensificara hasta el agotamiento. Las piezas tenían tamaños diversos, desde prismas de granito de medio metro cúbico hasta composiciones de acero de tres metros de altura, pero todas ellas mantenían una coherencia de escala, que les permitía al mismo tiempo ser aptas para exponerse en exteriores y admitir el trabajo directo del artista (quizá con uno o dos ayudantes). Se podía leer o rastrear sin dificultad el gesto del artista, manual y mental a un tiempo, a veces fuerte, a veces sutil, siempre escuchando al material, aunque fuese con la yema de los dedos.
Después de invertir un par de horas en recorrer no más de quinientos metros por el laberinto abierto del parque de esculturas, se conseguía llegar a la casa-museo. Si durante el recorrido previo se había recibido, a través de la manipulación de la materia simple, una lección sobre la profundidad del aire, sobre lo elocuente que puede llegar a ser el espacio, entrar en la casa-museo era acceder a un nivel superior. El vaciado del edificio ponía en evidencia una sensibilidad especial para descubrir espacios también en objetos complejos; ¡los esclavos de Miguel Ángel se habían rebelado y ahora trabajaban desde dentro!. La lectura de las líneas de fuerza del material "casa" era delicada hasta los límites a que puede llegar un cirujano, siempre atento a cualquier nervio, a cualquier tendón, a cualquier órgano o tejido que no se debe dañar. Si bien hubo sin duda un trabajo intelectual previo, concretado incluso en un proyecto técnico, parece que la "dirección (a pie) de obra" es decisiva en este tipo de operaciones.
Pero la casa, además de devenir un vacío escultórico, era capaz de mantener su función contenedora, y albergaba nuevas esculturas, esta vez de escala más modesta, necesitadas como piezas de interior de la transición de escala que operaba la arquitectura del edificio. En el Chillida Leku, las tres escalas mencionadas (piezas de interior, piezas de exterior y casa) se relacionaban de forma armónica y parecían encontrar su sitio en los límites de la escultura, situados en una difusa frontera con la arquitectura.
Entre las esculturas que contenía la casa-museo se encontraban unos alabastros que incidían de nuevo sobre el tema del vacío como algo conquistado, excavado en la materia y atrapado por ella, distinto del espacio construido. Las formas prismáticas de los vacíos interconectados parecían estar de acuerdo con las propiedades del material, en concreto con su transparente luminosidad y con la posibilidad de conseguir superficies pulidas de gran precisión. La aspiración arquitectónica de la verdad en el tratamiento de los materiales encontraba en estos alabastros un ejemplo insuperable. El artista, de alguna manera, leía la realidad de la materia concreta con que trabajaba.
DUDAS
Poco tiempo después de esta fascinación por la verdad artística del Chillida Leku, tuve conocimiento del proyecto de Tindaya; el vaciado que se pretendía realizar en la montaña de Fuerteventura recogía el planteamiento formal de los vaciados en alabastro, pero a una escala mil veces mayor. La perplejidad resulta inevitable: ¿es posible este cambio de escala sin que algo se pierda por el camino?. Las dudas se ramifican demasiado como para ser infundadas. Dejando a un lado el problema del coste económico y el del impacto ambiental, se plantea una serie de problemas estrictamente artísticos que deberían ser explicados.
El cambio de tamaño provoca un cambio de punto de vista, de relación del espectador con la obra: mientras que los alabastros permiten una observación desde el exterior y plena, con una pluralidad casi simultánea de puntos de vista, el proyecto de Tindaya supone un posicionamiento completamente opuesto, interior y en la práctica limitado al plano del suelo. El dominio dinámico y la penetración mental del espacio escultórico por parte del espectador que se conseguía provocar con los alabastros se transfigura en un recorrido lineal basado exclusivamente en la contemplación física de lo grande, sin nada que adivinar más allá de lo que se ofrece a la vista. La categoría estética dominante, lo sublime, nos devuelve a los proyectos de Boullée de finales del siglo XVIII, para el cenotafio de Newton, donde el cuerpo humano no era la medida del arte.
Junto a esto, la complejidad de la ejecución de una obra de tanto tamaño hace muy difícil que se pueda mantener la coherencia en el tratamiento de los materiales. Aparte de que las propiedades de la roca volcánica son distintas de las cualidades del alabastro, las dimensiones imponen límites que restan credibilidad: los materiales naturales no admiten dinteles rectos de cincuenta metros de longitud y, por tanto, no es posible conseguir la forma propuesta sin la intervención de tecnologías de anclaje ajenas a la verdad del material. Así, la ejecución de la obra ya no consiste en un leer o escuchar el pedazo de realidad sobre el que se trabaja, sino en la imposición de la idea previa por medio de la fuerza de la técnica.
Si el trabajo en los alabastros o en la casa-museo del Chillida Leku nos había recordado al de un cirujano atento a la estructura del cuerpo que opera, la pregunta a la que nos obliga Tindaya es la siguiente: ¿puede un cirujano enviar planos al quirófano?.
A mi juicio, el arte de intervención en la tierra o Land Art, disciplina en la que pretende enmarcarse el proyecto de Tindaya, necesita de mecanismos de intervención distintos del simple cambio de escala de obras que funcionan en el museo. Para juzgar este tipo de intervención artística deberíamos aproximarnos primero al cambio en el modo de entender el arte que se produjo a principios del siglo pasado.
CAMBIO DE PARADIGMA
A principios del siglo XX, el modo de producción industrial ya había cambiado el mundo. Ya no se trataba de la competición económica entre el artesanado y el capital que había definido
En este ambiente sobresaturado de indignidad y mercantilismo surgieron, en gran parte como crítica y compromiso con la situación social, las vanguardias artísticas, pero también una serie de artistas nihilistas y libertarios, contrarios a todo -incluido el arte de vanguardia-, que acabarían por agruparse en terreno neutral y en torno a una palabra vacía de significado: Dada. El disgusto de los dadaístas no se concentrará en la voluntad positiva de cambiar y mejorar el mundo mediante la actividad material del arte -cuyo mejor ejemplo es
Aunque el centro de operaciones Dada se encontraba en Zurich dominado por Tristan Tzara, había otros grupos y artistas que de forma más o menos independiente trabajaban en la misma línea de espontaneidad destructiva. De entre ellos, será Marcel Duchamp el que abra la mayor fisura.
La "escultura" Fuente, que Duchamp intentó introducir en una exposición de 1917, es la fuente de la que bebe todo el arte conceptual posterior. Este ready-made supone, a mi juicio, un cambio radical de paradigma en el arte, una subversión completa de la concepción imitativa que implícita o explícitamente ha guiado la producción artística desde las primeras Venus neolíticas. Con la introducción del objeto acabado como material de trabajo, la escultura deja de ser un medio para representar una realidad y pasa a utilizar la realidad como medio para transmitir una idea, y, al mismo tiempo, la obra artística deja de tener valor como objeto, pues en nada se distingue de un objeto de uso común más allá del hecho de aparecer expuesta en un museo. La técnica o la inspiración del artista dejan de ser el criterio con el que valorar la obra, en la que predomina la idea que contiene y transmite, la información de la que es portadora.
Este camino que emprendió Duchamp, esta transición de la estética de la obra como objeto a la estética conceptual, tiene también repercusión sobre el estatus de la obra de arte, ya que su pérdida de valor como objeto la alejará de su consideración como mercancía: las ideas y las actitudes no son fáciles de manejar en un mercado o en una galería de exposiciones.
ARTE CONCEPTUAL
Con el avance imparable del bienestar material que se produce en las sociedades industrializadas a partir de mediados de siglo, también crecerá la percepción de la saturación del entorno. La cantidad cada vez mayor de objetos de consumo disponibles provocará en el arte una reacción contra la perennidad, una voluntad de no permanecer en el tiempo aumentando la mencionada saturación. Así, una parte importante de las tendencias de estos años se orientará hacia un arte efímero, centrado en el acontecimiento como manera de incorporar el arte a la vida sin dejar restos materiales: la obra se gasta, se consume.
En cierto sentido, esta forma de arte efímero es una especie de rendición al ritmo sustitutivo del mercado, que programa la caducidad de sus productos para poder mantener en marcha la cadena de consumo. El reducir el valor de la obra artística a su valor de uso, resultado de la desacralización de la misma que propugnaba el movimiento dadaísta, acaba por restarle capacidad de crítica. Así, resultaba inevitable que el arte no objetual más puro se agotase pronto en sus manifestaciones, pero dejaría una consecuencia más perdurable: la sensación de liberación de las cadenas de estéticas caducas, una puerta abierta para nuevos experimentos.
LAND ART Y ARTE ECOLÓGICO
La progresión lógica del modo de producción capitalista es la intensificación hasta el agotamiento. En paralelo a la creciente saturación y degradación del entorno urbano que resulta de ello y que en la década de los setenta es ya asfixiante, una serie de artistas emprenderán una huida hacia nuevos paisajes, armados con el aparato teórico del arte conceptual. Así, los artistas que se agrupan bajo en título genérico de Land Art operan igual que lo hacía Duchamp: toman un objeto existente y, mediante una ligera manipulación que puede llegar a ser efímera o reversible, lo transforman en una obra de arte. La diferencia estriba en que en el caso de los ready-mades el objeto de la transformación era artificial y de uso cotidiano, mientras que el arte de intervención en la tierra toma como objeto el paisaje natural.
Este retorno a la naturaleza que propicia el Land Art ya no mantiene, por tanto, los presupuestos del arte de representación o mimético. El lugar no es un tema que deba ser copiado o interpretado para dar como resultado una obra de arte que llevar a la galería de exposiciones, sino que ahora «la obra es el lugar» (Andy Goldsworthy), «el terreno no es escenario de la obra, es parte de la obra» (Walter de Maria), y a las galerías y libros de arte sólo llegan fotografías o vídeos y algún resto testimonial de la actividad.
Ahora bien, igual que ocurría con el arte conceptual, el Land Art hereda la indiferencia nihilista del dadaismo y, en consecuencia, no es necesariamente crítico con la situación que lo alimenta, sino que se plantea como un intento de apropiación visual o estética de la naturaleza, sin pretensiones de transformarla. Junto a estos autores no comprometidos que se acercan a la intervención en la naturaleza con las categorías dieciochescas de lo pintoresco y lo sublime, y que en algunos casos no dudan en mutilar el medio natural, aparecerán otros concienciados de los problemas derivados de la degradación ambiental: es lo que se conoce como Arte Ecológico.
Las obras del Arte Ecológico, caracterizadas por su posición crítica y en coherencia con ella, cuando se desarrollan fuera de la galería de exposiciones son efímeras, leves, respetuosas con el medio y enfatizando su fragilidad. El tema preferido de este tipo de artistas es el de la debilidad de los ecosistemas naturales frente a la acción humana, y para ello renuncian a la categoría de lo sublime y recurren a la desmateralización, a los procesos, a la mutación permanente propia de los sistemas vivos.
TINDAYA vs TIMANFAYA
Hemos visto que el arte de intervención en la tierra tenía dos vertientes, diferenciadas por su activismo frente a los problemas de degradación del entorno. Así, algunos de estos artistas están interesados en la naturaleza como material que les permite aumentar la escala de sus obras, a la búsqueda de lo sublime por medio de la incorporación de la desproporción de tamaños entre lo natural y lo humano. Las obras de Robert Morris, Michael Heizer o Robert Smithson proponen formas y geometrías convencionales, aplicadas a una escala monumental, cercana al arte megalítico prehistórico. En mi opinión, esta vuelta al arte de los faraones, en los tiempos de sensibilidad ecológica que necesariamente vivimos, corre el riesgo de ser contemplada como una agresión al medio natural que los discursos paralelos a las obras no consiguen justificar. El proyecto de Chillida para Tindaya encajaría en esta tendencia que aplica hallazgos formales propios de la pintura y la escultura a escalas monumentales, transformando entornos protegidos de forma permanente, y buscando a posteriori un discurso legitimador que nadie entiende.
La otra vertiente del arte de intervención en la tierra, concienciada de la fragilidad del equilibrio natural, opta por intervenciones efímeras que no lesionan el medio o incluso por actividades de regeneración y recuperación del mismo. Las envolturas temporales de Christo y Jean-Claude, los paseos de Hamish Fulton, las frágiles esculturas de hielo de Andy Goldsworthy o las delgadas líneas de Richard Long, cuyos únicos restos son las fotografías que testimonian el acontecimiento, si bien no llegan al activismo, muestran una actitud de respeto por los paisajes con los que trabajan.
Entre ambas posturas, la intervención permanente-brutal y la efímera-ligera, hay artistas comprometidos que consiguen situarse en un punto intermedio, capaz de interpretar la naturaleza mediante intervenciones sutiles pero durables, que añaden valor artístico sin anular el valor natural. Este es el caso, a mi juicio, de César Manrique.
Las obras de César Manrique en Lanzarote se orientan a conseguir una accesibilidad sostenible al medio natural mediante la intervención artística. El centro de visitantes del parque natural de Timanfaya, el Mirador del Río, el Jardín de Cactus,
Me gustaría incidir especialmente en el proyecto de César Manrique en los Jameos del Agua, ya que por su similitud volumétrica con el proyecto de Chillida para Tindaya la comparación puede resultar esclarecedora. Esta intervención se realiza sobre un grupo de cuevas volcánicas, que incluyen un pequeño lago donde vive una especie de cangrejo ciego y albino en peligro de extinción. Aquí el volumen interior que Chillida quiere forzar lo ofrece la naturaleza sin esfuerzo para el que quiera encontrarlo, siempre que se esté dispuesto a aceptar que en un espacio natural las paredes no serán verticales ni los techos horizontales.
En este espacio encontrado se introduce el uso cultural mediante la adecuación de un pequeño auditorio, junto al uso lúdico que proporciona una piscina, consiguiendo una simbiosis entre lo natural y lo cultural que garantiza el interés por la conservación. Aunque a primera vista pueda parecer que la apuesta estética de Tindaya por la contemplación pura y solemne del vacío alcance una mayor altura artística, en mi opinión, el acercamiento hedonista pero sostenible de Manrique a la naturaleza está en la base de un auténtico compromiso ecológico.
[1] Discurso pronunciado por César Manrique en la recepción del Premio Fritz Schumacher, 1989. Recogido desde el Archivo César Manrique, Fundación César Manrique, en La palabra encendida, editado por Fernando Gómez Aguilera, Universidad de León, Plástica & Palabra, León 2005.
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